El puerto de las vanidades


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Las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, ya lo decían, la muerte deja al descubierto la vacuidad del presente y la necesidad de tomar en serio lo que vendrá. Los soberbios monumentos funerarios de los papas renacentistas y de los faraones, de reyes y de potentados, convirtieron la muerte en el puerto de las vanidades.

El que desnudo nació y desnudo partió, se las arregló, sin embargo, para que su final estuviera dominado por vanidades: disposiciones testamentarias para que el funeral fuera resonante y espléndido: ¿Limusina? ¿Coche de caballos empenachados? ¿Coro de plañideras? ¿Urna funeraria tapizada en raso? ¿Imponente desfile fúnebre por las calles de la ciudad? ¿Días de duelo? ¿Tumba singularizada por algún monumento de artista de renombre?

Igual que las pirámides, o el Taj Majal, esas esculturas de los cementerios fueron voluntades expresas de algún moribundo que no quiso regresar desnudo a la tierra; o se levantaron en obediencia a la disposición de algún pariente o allegado que así creyó rendir un homenaje.

Pero con un realista sentido de los hechos se está abriendo paso la idea de reemplazar las aparatosas coronas de flores y los pretensiosos ramos costosos,  con bonos en que el nombre del difunto se asocia a una obra o institución benéfica.

Los mismos rituales de la muerte, no obstante el peso de la tradición y de las costumbres, tienden a ser más sobrios y centrados en lo esencial. Ese viraje hacia lo austero y sencillo tiene que ver con el  cambio de aquella visión aterrorizada de la muerte, por esta aceptqción serena y la comprensión de la muerte como un tránsito, que hoy se está descubriendo .

Sin embargo, detrás de esas nuevas formas culturales, se pueden percibir inquietantes carencias que la muerte pone en evidencia.

El hombre de hoy se siente indefenso frente a la muerte. El desarrollo de las enfermedades y de la violencia va a una mayor velocidad que la medicina a pesar de las nuevas tecnologías y de la prosperidad del negocio de los laboratorios y con  mayor rapidez que las políticas de  convivencia.

Pero esto, con ser muy importante, es menos grave que el desvalimiento espiritual frente a la muerte. Es como si este momento definitivo y trascendental para el hombre, lo sorprendiera sin recursos para enfrentarlo. Demasiado dependiente de su tecnología y de sus compañías de seguros, todo lo que se refiere a la muerte le resulta al hombre de hoy un territorio extraño y ajeno, apenas si roturado por la magia y las supersticiones.

Pero aún más dolorosa es la fragilidad de la libertad del hombre que agoniza. “La muerte es la última acción de la libertad, en la que el hombre dispone total e irrevocablemente de sí mismo; es la acción de la aceptación voluntaria o de la protesta última”. Así describía el teólogo Karl Rahner la relación entre muerte y libertad. Es, en efecto, el instante de la obediencia o de la rebeldía suprema, en que todo el acumulado de libertad del ser humano se pone a prueba. Y es el recurso que le falta al humano incapaz de decidir por sí, porque pesa sobre él el acostumbramiento a las decisiones que, por él y en su nombre,  se tomaron desde fuera. Otra indigencia se ha acentuado durante demasiado tiempo. No estamos ante una humanidad desesperada, pero sí ante una generación de esperanzas cortas, que parece contentarse con demasiado poco.

Los patriarcas bíblicos deseaban para ellos y para los suyos, el tiempo sin término, y trabajaban para vivir indefinidamente en la memoria de los  hombres; estas son expresiones que hoy se oyen con incredulidad y como voces retóricas que solo suceden en las palabras; la muerte por eso se ve como puerta que se cierra, no como la puerta que se abre a la esperanza. Concluye con realismo el teólogo que “la vida es, por tanto, la verdadera muerte, o lo que solemos llamar muerte es el fin de ese morir que se extiende a lo largo de la vida”.

La cultura de la muerte que ha quedado después de siglos de evangelización, está más inspirada en la imagen del Cristo sufriente en la cruz, que en Cristo Resucitado. La misma resurrección se siente más como el prodigio del muerto que vuelve a la vida, que como el anuncio y la realidad de la vida que renace después de la muerte. Si la liturgia de difuntos y la imagen de la muerte van a cambiar en nuestros tiempos, será porque el resucitado gana espacio en la conciencia de los creyentes, el mismo espacio que deberán perder el terror a la muerte y la desesperanza.

Publicado en el nº 14 de Vida Nueva Colombia.