El orden de la misericordia


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El reinsertado encuentra demasiadas puertas cerradas por el prejuicio, la mala voluntad o por el odio generador de la venganza.

El contacto con los excombatientes de la guerrilla y de las autodefensas ha sido sorprendente. Entrevistarlos ha sido la oportunidad de entrar a un mundo lleno a la vez de esperanza y de arrepentimientos.

Una muchacha me contó que había llegado a la guerrilla en busca de su hermana que, a los doce años, había sido reclutada. Duró en esa azarosa aventura de recuperar a su hermana diez años, hasta que, enamorada de un guerrillero, decidió abandonar las armas.

Es uno entre los múltiples diálogos sostenidos con ellos, que han contribuido a un cambio de mirada sobre los reinsertados. Generalmente intentan celar, con un comprensible pudor, sus actividades en las filas de la subversión; es el pudor con que se ocultan las heridas; o la decisión con que se deja atrás una pesadilla. Creo verlos emerger de esa nube oscura con el mismo coraje con que se enfrenta un día nuevo o una empresa que comienza desde cero.

Es, tal vez, la mayor fuerza del reinsertado: la esperanza, esa fe en lo posible y en el futuro. Ese impulso interior los ha convertido en estudiantes exitosos, en empresarios imaginativos, en luchadores obstinados por la vida. Cuando se me presentan, invariablemente ostentan con orgullo los títulos que han obtenido en el Sena o en las universidades, conscientes de que lo primero para ellos ha sido recuperar el tiempo perdido. El 80% de ellos comenzó su reintegración como analfabetas funcionales, de modo que han tenido que partir de cero, porque ninguno se ha querido quedar ahí.

Los que he conocido tienen otra característica llamativa: o ya la tienen, o quieren formar una familia. Desde esta perspectiva miran el tiempo dedicado a las armas como una etapa desperdiciada de su vida. Luis Ernesto, después de cinco años de guerra en las Farc, me muestra como su más hermoso logro la foto que resplandece en su celular: una niña de 7 años, con una risa que le ilumina el rostro moreno. Es la luz de su vida (esas son sus palabras) y darle un hogar con su compañera es la empresa en que se empeña, superior a cualquier otro objetivo.

No son empresas fáciles las que les aguardan a los antiguos combatientes. Hay en la sociedad a la que llegan unas puertas cerradas por el prejuicio, por la mala voluntad o por el odio que aconseja la venganza.

Estoy seguro de que nunca los han tenido delante para escucharlos y verlos cara a cara. Quien solo tiene referencias de ellos puede escribir juicios tan implacables y severos como este: “quien ha matado personas debe sufrir algún grado de marginalidad en la vida, pues no merece igual trato que los demás”.

Es la voz indignada del hermano mayor que ve el regreso de su hermano menor, el calavera que ha disipado toda su fortuna. Este hermano mayor ha luchado por una vida honesta y pacífica y nunca se lo han festejado; en cambio este, que no exhibe nada de lo que pueda enorgullecerse, ahí está disfrutando de la categoría especial que el padre, ese bondadoso e iluso hombre, le ha deparado.

Ese nuevo orden, ordenado por el padre, es el que hace posible una sociedad en paz. El viejo orden, el del ojo por ojo, en que quien ha matado debe ser objeto perpetuo de desconfianza aunque se le haya dado el perdón, ese orden mantiene vivas las raíces envenenadas de la venganza y cerradas las puertas de la reconciliación.

Es comprensible el dolor de los que han recibido ofensas, pero también se ha de entender, primero, que en el orden lógico de las cosas la destrucción hecha por el odio no se repara con odio y exige una respuesta reparadora de otra naturaleza, y de carácter superior. En otros términos: el fin de un odio viejo de más de 50 años no se hará dentro de la misma rutina ofensa-rencor-venganza sino con armas y métodos distintos, capaces de romper esa cadena de muerte.

Se ha de entender, además, que el abrazo del padre al hijo disoluto que ha regresado hace parte de un nuevo orden, más visceral que racional, en el que la misericordia subordina a la justicia.

No lo dicen ni lo entenderían así, pero es lo que creo ver y oír a los reinsertados cuando me hablan del futuro que esperan.