Diario olímpico


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Hoy me he detenido en la foto de primera página en la que una muchacha de Apartadó parece volar cuando se impone en salto largo, en el marco de las olimpíadas. Es una flecha disparada hacia el blanco: la mirada inflamada de determinación, los brazos que parecen convertirse en alas, las piernas que marcan la dirección y la fuerza del impulso. Leo que lleva años diciéndose a sí misma que es posible llegar con su marca más allá de las rayas que otros atletas dejaron en la arena, y en este momento está demostrando que sí es posible. Los juegos olímpicos se convierten así en la fiesta de lo posible. Como esta Catherine de Apartadó, todos los atletas llegaron para demostrarle al mundo que lo que antes se miraba como posible aquí se transforma en la realidad de un record o en una medalla. El vuelo de Catherine Ibargüen aterrizó en medalla de plata.

Repaso la lista y las historias de los ocho magníficos de Colombia y me asombro. Cuando comenzaron, seis de ellos no tenían el mínimo motivo para la esperanza. Más bien todo apuntaba hacia la desesperanza: la pobreza, el desarraigo (uno de ellos entra en la categoría de desplazado), la falta de educación, para ellos un lujo inalcanzable; pero sabían que podían. Es un lugar demasiado común en las historias de los deportistas, por eso me pregunto: ¿qué tiene la pobreza que estimula e inspira grandes hazañas? También se convierte en erial en donde todo muere y solo prospera la desesperanza; pero aquí la regla parece ser otra: la superación como reacción frente a la pobreza y a la brutalidad de la violencia.

Encuentro, sin embargo, que hay algo más que una reacción. Las virtudes propias de los pobres aquí se han transformado en impulso olímpico. Aceptan la realidad, pero no pasivamente, sino con la disposición activa de transformarla y vuelven triunfo una derrota, fortaleza una debilidad; saben que en la vida nada se encuentra gratis, todo se obtiene con esfuerzo y a golpes de terquedad; por eso el pobre es obstinado.

El impulso

Me enseña Federico Carrasquilla: “la obstinación del pobre es el impulso a superar las carencias; es un impulso nacido de las mismas carencias que proporcionan fuerza y constancia para vivir y superar dificultades”. Estos campeones llegaron al podio, por eso. Tuvieron el realismo, la alegría, la obstinación y la humildad de los pobres.

Veo en la televisión ese espectáculo de la maratón de los juegos, ganada por Stephen Kiprotich, un ugandés gigante que recorrió 42 kilómetros y 195 metros en dos horas, ocho minutos y un segundo.

El ugandés es, en este siglo, el sucesor del soldado Filípides, el primer maratonista, que en el 49 antes de Cristo, recorrió 40 kilómetros para llevar un parte de la batalla de Maratón. En cierta forma lo veo como un precursor del periodismo de guerra. También me recuerda esta carrera del ugandés, la del griego Spiridon Louis en 1896, en los primeros juegos de la era moderna. Recorrió la distancia del ugandés en 2 horas, 58 minutos y 50 segundos.

Comparo los tiempos de los dos atletas y compruebo que en estos 116 años de olimpíadas, el atletismo ha progresado. Puesta en cifras la diferencia a favor de los atletas de hoy es de 50 minutos y 49 segundos. Spiridon, coronado de laurel en 1896, hoy en Londres ni siquiera habría figurado en los registros.

Los números me demuestran que, olimpíada tras olimpíada se ha producido un progreso en la humanidad; cada vez se han alcanzado nuevas metas que confirman el impulso de ascensión de la especie.

Enredado en números y comparaciones casi olvido a Abiba Bikele, un etíope que entró en la historia de los olímpicos al ganar la maratón descalzo. Cuatro años después volvió a ganarla con los zapatos puestos.

He subrayado en rojo las curiosas cifras que hoy publica un economista. Esos números revelan que Jamaica ha obtenido una medalla para cada 280.000 de los habitantes de esa isla. En cambio, las ocho medallas colombianas darían una por cada 5.750.000 habitantes. Ignoro la desproporción para preguntarme: ¿qué pasó con la sentencia del barón de Coubertin en los juegos de Londres en 1908: “Lo importante no es ganar sino competir”.

No fue una frase con fuerza suficiente para configurar el alma de los juegos. Las olimpíadas, durante su larguísima historia han tenido objetivos diferentes. Nacieron como expresión religiosa de culto al dios Zeus; después como culto al cuerpo humano; fueron expresión de paz entre etnias, culturas, religiones y países; Hitler quiso volverlas nacional-socialistas; también hubo el intento de comercializarlas; pero a la larga se ha impuesto el objetivo de celebrar la fiesta de la superación humana.

Hoy se compite para ganar, no solamente el bronce, la plata o el oro. Se compite para romper los records y proclamar que el ser humano no ceja en su empeño de romper los límites que lo cercan.

Basta ver las diferencias entre los ganadores de la maratón de 1896 y la de 2012. La humanidad, representada en los atletas, no se ha detenido. VNC