Cristo ascendido a “Generalísimo”


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Don Antonio Nariño era presidente de Cundinamarca y enfrentaba el asedio del general Antonio Baraya contra la capital, cuando decidió nombrar a Jesús Nazareno, “Generalísimo” de su ejército.

El gesto, observan los historiadores, le aseguró buenas relaciones con el clero y la opinión favorable de la población y de sus soldados, que sintieron que Dios estaba de su lado.

Lo que pusieron en duda el padre Ordóñez, canónigo de Cartagena, y el padre Agustino Cediel, capellanes del ejército sitiador de Baraya. Para los dos furibundos capellanes no había duda: Dios estaba con los federalistas.

Sin embargo, los habitantes de Santa Fe tenían más motivos para creer que para dudar sobre el apoyo divino. En el diario de José María Caballero se lee que cuando Baraya quiso aprovechar un lugar de la capital, con defensa débil, para invadir la ciudad, “estaba allí una mujer vestida toda de azul que, según algunos piadosos aseguran, ser María Santísima, que les dijo que no entraran a la ciudad sino que siguieran para San Victorino”. Y se pregunta el cronista: “¿no se deja ver claro el poderosísimo patrocinio de María Santísima?”

En los días que siguieron fueron numerosísimas las procesiones con estandartes que lucían las imágenes de Jesús y de María; los soldados llevaban en el sombrero una escarapela con las imágenes sagradas, que también se podían ver en los cañones.

Había repiques de campanas, peregrinaciones a Monserrate y a La Peña, ayunos generales y funciones religiosas seguidas por verdaderas muchedumbres.

Nariño aprovechaba este ánimo a la vez triunfalista y religioso de la opinión pública, para afianzar la idea, la misma que había animado las cruzadas, de que Dios lo quiere y está de nuestro lado.

Recientemente ese discurso de Nariño se recordó en el Batallón Guardia Presidencial, en ceremonia que revivió aquella simbólica condecoración al Nazareno como general y jefe supremo.

Son títulos que en Colombia están asociados a los malos recuerdos que dejó la dictadura del general Rojas Pinilla en los años 50 del pasado siglo y que, además, tienen el anacronismo de los vistosos uniformes guardados con alcanfor.

Pero hay algo de mayor fondo que recuerda al Papa Ratzinger en su libro Jesús de Nazaret. “Podemos apoderarnos del nombre de Dios para nuestros fines y así, desfigurar la imagen de Dios. Cuanto más se entrega Él en nuestras manos, tanto más podemos nosotros oscurecer su luz; cuanto más cercano sea, tanto más nuestro abuso puede hacerlo irreconocible”.

Esta invocación del nombre de Dios en vano, como táctica electoral o de gobierno, es una tentación común para gobernantes y políticos. Así como en nombre de Dios se hicieron las Cruzadas o se encendieron las hogueras de la inquisición o se justificaron las matanzas religiosas, políticos y gobernantes lo utilizan para darles consistencia moral a sus acciones o a sus nombres.

A Dios, a fuerza de invocarlo para todo propósito humano, se le hace responsable de las más variadas y absurdas empresas: lo responsabilizan de los malos o buenos gobiernos, de los desastres que hacen las tempestades, las sequías o las inundaciones o de las guerras. Resulta acusado por las muertes por cáncer o de los desastres de la economía mundial o familiar, lo mismo que de una medalla de oro en las olimpíadas o del gol que se anotó en el último minuto de un campeonato de barrio.

“Se puede abusar del nombre de Dios y, con ello, manchar a Dios mismo”, advierte el Papa. O con estas invocaciones, agrega, “se puede establecer una relación entre Él y nosotros”.

Hay pues una posibilidad de ambigüedad en esa invocación casi instintiva que se hace de Dios.

En las olimpíadas y eventos deportivos es común que el triunfador acuda al símbolo religioso y convierte a Dios en testigo o coautor; y cuando un avión inicia el carreteo de despegue, Dios puede ser talismán o compañía de los que en medio del estruendo de los motores se persignan o invocan su nombre.

De creerle a ese común sentir, Dios es policía o piloto o médico de emergencias; si se le hace caso al evangelio es el nombre que se puede invocar cuando se identifica la presencia del amor en el mundo.

Por eso, sugería el Papa una pregunta como esta: “¿me preocupa de que la santa cohabitación de Dios con nosotros, no lo arrastre a la inmundicia sino que nos eleve a su pureza y santidad?”. VNC