Cambios de lenguaje en la Iglesia


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En la Iglesia se está hablando un lenguaje nuevo, y esto no tiene por qué sorprender a nadie.

La Iglesia es un cuerpo vivo. Dotado de una vitalidad que siempre se renueva, todo lo contrario de las momias o de los cuadros de museos, definitivamente acabados, sin posibilidad alguna de modificación.
Durante algún tiempo se llegó a pensar que los usos, pensamientos y la historia de la Iglesia eran inmodificables, pero esa idea finalmente tuvo que revisarse porque estaba en contradicción con la vida misma.
La inspiración de Juan XXIII al convocar el Concilio Vaticano II, tuvo que ver con esa percepción de que el interior de la Iglesia olía a viejo, como si el moho de la inmovilidad le diera un aire rancio, de tan cerradas que estaban sus puertas y ventanas, de tan obstinados que habían llegado a ser los custodios de una tradición parecida a la de los museos.
Cuando se lee en esta edición que el arzobispo de Bogotá dice con libertad evangélica que debe analizarse la idea de suprimir la Sala Administrativa del Consejo Superior de la Judicatura o que manifiesta su respetuosa perplejidad ante decisiones que afectan el bien de las personas, es perceptible el contraste con aquellas declaraciones infladas de autoritarismo y de dogma inapelable: “no podemos permanecer pasivos ante el atropello de nuestros valores”, “legislan de espaldas al sentir del pueblo”, etc.
El del arzobispo Salazar es un lenguaje respetuoso con los que discrepan, distante del que se usa desde la altura de algún poder.
Lo mismo, aunque en mayor grado está ocurriendo con el lenguaje y las categorías que manejan los teólogos de este siglo XXI.
En esta misma edición se presenta el libro del teólogo español José M. Castillo, cuyo lenguaje franco y sencillo puede sonar provocador. Cuando se lo lee con honestidad intelectual, debe reconocerse que también en asuntos teológicos ha habido los naturales desarrollos de toda doctrina.
En otros tiempos habría sonado desafiante la afirmación central de su libro: “lo central de la fe no es la religión sino la ética, que es la realización de la fe”.
Después de los adelantos del Vaticano II y de las Asambleas del Episcopado Latinoamericano, la evolución del lenguaje teológico aparece como un desarrollo necesario. Los asuntos de Dios se ven distintos desde América Latina y esa parece ser la perspectiva de este teólogo europeo para abandonar el tradicional recurso apologético para explicar el fenómeno del mal, por ejemplo. Castillo acepta que si a Dios se le trasplantan los atributos que, según los hombres de hoy son indispensables, el del poder y el de la bondad en grado sumo, resulta un Dios contradictorio cuando aparece el mal en la historia.
El teólogo admite que esa imagen de Dios no corresponde a su realidad y que la urdida por el hombre es contradictoria y violenta. Las tradicionales herramientas humanas de la razón, son insuficientes y precarias para llegar a un Dios comprensible.
Hay, pues, un cambio de lenguaje que se hace evidente cuando se leen las racionalizaciones de santo Tomás de Aquino para demostrar con argumentos racionales como los de cualquier teorema, que Dios existe, y después se lee a Castillo cuando afirma: “para que la relación con Dios tenga sentido se ha de fundar, no en ceremonias, sino en la praxis, en el acontecer”.
A los que se ponen nerviosos con estos pensamientos, se les puede recordar que el papa Benedicto XVI y la Asamblea Episcopal de Aparecida proclamaron el mismo pensamiento: “uno cree en Dios no como resultado de un discurso, sino por el encuentro con un acontecimiento”.
Esto, desde luego, sacude la idea casi mágica sobre el poder de los sacramentos y de los ritos, pero es un sacudimiento saludable porque lleva a entender que “hombre de fe (en el Evangelio) alude, no a creencia sino a comportamiento”, y que la fe en Dios “es estar dispuesto y disponible, interesado por los demás, por el que sufre. Ahí encontramos a Dios”.
Desde la idea del Pantocrator, que aludía al omnímodo poder de Dios, que permitió el absurdo de identificar ese poder con el de los reyes, hasta la idea dominante en la teología de hoy sobre “un Dios que no pretende imponerse a nadie”, porque distinto de aquellos cristianos que tuvieron más presente al Pantocrator imperial que al padre de bondad del Evangelio, hoy la teología desconfía del poder ante el cual Jesús procedió al revés y se reveló como un hombre, un ser humano como los demás humanos, pero lo fue de tal manera que en Él se veía y palpaba un hombre tan excepcional, que motivaba la pregunta: “¿quién es éste?”.
El poder aparece como una tentación siempre presente; con él y desde él se desfigura a Dios y está en la raíz de las representaciones equivocadas de Dios.
Pero donde el lenguaje y la representación de Dios resultan más radicalmente diferente es en afirmaciones como “el proyecto cristiano no puede ser un proyecto de divinización sino de humanización”. “Los evangelios no ofrecen una observancia sino una forma de vida”.
Son afirmaciones que unos leen con desconfianza, a otros los ponen nerviosos, despiertan la protesta y el escándalo en otros y se convierten en un hallazgo para algunos. Así sucedió con Cristo y con la cruz: un escándalo y desconcierto que aún no terminan. VNC