Ánforas, pero de barro


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¿Es El Club un ataque a la Iglesia o una denuncia que se echaba de menos?

El Club es una casa de dos pisos, al frente de la playa, separada de la aldea de pescadores; allí cuatro sacerdotes, bajo la vigilancia de una monja, pagan sus abusos. Tienen reclusión de cárcel y silencio de casa de retiro, pero viven una tensión de infierno.

Son sacerdotes delincuentes –no es un oxímoron–, la vida se ha encargado de borrar la contradicción entre los términos. Los excelentes actores de la película de Pablo Larraín convencen y hacen pensar en otros personajes de la ficción: el cura borracho descrito por Graham Greene en El poder y la gloria o el cura sin fe de Miguel de Unamuno en San Manuel Bueno, mártir, dos novelas que estremecieron a los lectores. Hoy se trata de afrontar el hecho con menos escándalo y con más comprensión.

Es el mismo problema que emerge en las noticias, con menos vigor que en la película pero con la contundencia del hecho real: el sacerdote detenido en el Vaticano por revelar documentos reservados; o el monseñor encarcelado por malos manejos en el Banco Vaticano. La prensa exhuma las metáforas: han vuelto los cuervos y los lobos a imponer su ley en la capital del cristianismo. Antes eran historias negras, cuidadosamente veladas; hoy son titulares de escándalo en las primeras páginas y en el bloque de abrir de los noticieros, o tema de los best seller que destellan en las vitrinas. Cuando llega a la pantalla grande, en película premiada con el Oso de plata en Berlín y preseleccionada al Oscar para la mejor película extranjera, El Club enciende una polémica mundial: ¿debió el director Larraín darle todo ese despliegue a un tema que se conversaba en susurros? ¿Es un ataque a la Iglesia o una denuncia que se echaba de menos?

Son dos miradas sobre esta película, que la vuelven noticia. Es una película que se vuelve tema de conversación para los que la rechazan porque hiere el sentimiento religioso y para los que la aceptan porque es un rico motivo de reflexión.

Una mirada

Los primeros protestan porque siempre han rodeado de veneración la figura sacerdotal y ante el sacerdote cómplice de los asesinos, o asesino él mismo, o culpable de abusos sexuales, o salido del closet gay, no piensan en esas realidades sino en los daños que puedan hacerle a la imagen, intocable, del sacerdote ejemplar, ánfora de la gracia.

Son creyentes que ante hechos como estos entran en crisis: o quieren ignorarlos y los cubren de explicaciones acomodaticias o afilan las armas de la apologética para defender atacando: “es una agresión de los enemigos de la fe”, “es una conjura de los medios de comunicación”, “por unos cuantos no se puede condenar a todos”.

Pero el hecho está ahí y puede ser mirado de otra manera.

La otra mirada

Juan XXIII utilizó la metáfora de abrir las ventanas de la Iglesia para que circulara el aire fresco. Se le podría agregar la de levantar las alfombras y arrojar luz sobre los rincones para desterrar las sombras de los secretos y ocultamientos.

La película de Larraín no es para distraerse ni divertirse sino para pensar; propicia la discusión, el examen riguroso de una situación humana, la búsqueda de soluciones y le cierra el paso a especulaciones y fantasías mediante la representación de hechos duros.

• El de la ausencia de Dios en una casa habitada por cuatro sacerdotes y una religiosa. Resulta posible que entre estas personas consagradas Dios esté ausente. Es un hecho que deja en suspenso una pregunta cruda y dura: ¿es posible un sacerdocio y una vida religiosa en un desierto de Dios?

• Como fuga y como solución: a falta de Dios bueno es el alcohol. La discusión más vehemente, con apariencia de insurrección, ocurre cuando llega la orden de suprimir el alcohol.

• La culpa siempre está presente en las conciencias de estas personas y se aviva con los gritos que llegan desde fuera, donde una víctima de violación acusa; sin embargo, no aparece un gesto, ni una palabra de arrepentimiento. El pederasta, increpado por la víctima, lo enfrenta, pero no le pide perdón, prefiere el suicidio.

• Se repite hasta el fastidio la escena de la reunión alrededor de la mesa en donde no se fraterniza, solo se come. Es una eucaristía rota.

• Esos sacerdotes y esa religiosa, todos consagrados, han sepultado a Dios bajo una gruesa capa de cinismo.

Y el espectador sale de la sala pensando si acaso acaba de ver de frente una realidad que había pasado mientras él miraba al otro lado. Como esos cuatro, los sacerdotes son ánforas, pero de barro.