Un hogar, un templo, un mundo

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El culto a la hospitalidad en las religiones monoteístas

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JOSÉ LUIS CELADA | La visita del papa Francisco a Tierra Santa el pasado mes de mayo nos dejó la imagen de Jorge Mario Bergoglio acompañado de dos buenos amigos y compatriotas: el rabino Abraham Skorka, rector del Seminario Rabínico Latinoamericano, en Buenos Aires, y el imán Omar Abboud, director del Instituto de Estudios Interreligiosos en la capital argentina.

En la patria de Jesús, un cristiano, un judío y un musulmán mostraron al mundo entero que el diálogo entre las religiones –y entre los pueblos– no solo es posible, sino necesario.

La cálida acogida que todos ellos pudieron experimentar durante esos días da fe de que la hospitalidad compartida por las tres grandes religiones monoteístas es la primera y mejor semilla para una convivencia fraterna y duradera.
 

Introducción

No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles
(Heb 13, 2).

Uno de los grandes pensadores contemporáneos, Emmanuel Levinas, fundamenta su antropología en la afirmación rotunda de la primacía del otro como verdad fundamental del ser humano y lugar donde adquieren sentido sus dimensiones metafísico-religiosas.

Abrazo islamo-judío en Washington.

Abrazo islamo-judío en Washington.

Ello implica que ese ‘otro’ irrumpe en nuestra existencia, se impone por sí mismo, pero también que esta certeza conlleva una dimensión ética que los seres más indigentes y necesitados de este mundo se encargan de recordarnos. El reconocimiento de su desnudez, su deseo de ser alguien ante los demás, de ser tratado como ellos, es una cuestión de justicia… y de bondad.

Más aún, para el propio Levinas y otros muchos “filósofos de la religión” del siglo pasado –como el también judío Martin Buber–, la acogida del otro, su presencia exigente, hacen de la relación interpersonal el lugar donde se manifiesta el absolutamente Otro.

Contrariamente, por tanto, a lo que determinadas ideologías reaccionarias tratan de difundir entre las gentes del Occidente próspero y desarrollado, el escenario mundial de relaciones, lejos de convertirse en una amenaza, se erige en oportunidad sin precedentes para poner a prueba la madurez de nuestros sistemas sociales y nuestros esquemas mentales, pero, sobre todo, la capacidad del ser humano para acoger, convivir y dialogar, tres verbos que se conjugan en plural y que se juegan buena parte de su significatividad en esa dimensión ético-religiosa que le es innata al hombre y que las grandes religiones han traducido en reflexiones, preceptos y costumbres acerca del culto a la hospitalidad, la teología de la compasión o la práctica de la solidaridad.

Trataremos, pues, de descubrir el alcance e interés de esa hospitalidad como valor en los nuevos universos simbólicos, culturales y religiosos y su articulación en el seno de las sociedades actuales. Todo un desafío, sin duda, iluminado por las palabras y usos de las tradiciones religiosas monoteístas.

Éxodo del pueblo judío, por Nicolas Poussin (sXVII).

Éxodo del pueblo judío, por Nicolas Poussin (sXVII).

Grandes masas de población desplazadas por las guerras, el hambre o las catástrofes naturales configuran un contexto en constante mutación, hasta el punto de que muchos de los lugares de acogida o destino de esos flujos migratorios acaban siendo simple “tierra de paso”, una experiencia de provisionalidad comparable al Éxodo bíblico camino de la Tierra Prometida. Gracias a las nuevas tecnologías y a la red de transportes, esta “sociedad móvil” facilita la comunicación y transforma a los seres humanos sedentarios en transeúntes.

Hoy ya no existen domicilios de referencia: según estadísticas de Naciones Unidas y otros organismos nacionales y locales, más del 70% de los ciudadanos ya no vive donde nació. Atravesar las fronteras es, pues, el nuevo estatuto de la ciudadanía; “el código genético de la sociedad abierta” –en expresión de Giovanni Sartori– es, por tanto, el pluralismo.

Ahora bien, esta aproximación de razas y culturas en la realidad diaria viene a desafiar el bienestar de unos pocos construido a costa del malestar de muchos, cuestiona la abundancia de unos pueblos a costa de la depredación de otros, burla cualquier presunta “pureza” de los orígenes a costa de la exclusión de lo diferente.

Y aún con todo, incluso en tales situaciones, etnias, lenguas y creencias están condenadas a entenderse. La diferencia, en el pasado asociada a la marginalidad –con el consabido riesgo de exclusión aún presente–, está llamada a ser la gran riqueza de la nueva civilización; la convivencia de identidades, su rasgo inequívoco; y el diálogo interreligioso, la “hoja de ruta” que contribuya a tender puentes y crear espacios de comunión que, como mínimo, alejen los oscuros presagios de fundamentalismos y extremismos militantes.

¿Puede la hospitalidad ser la clave del soñado entendimiento? ¿Cómo hacer de la religión su mejor caldo de cultivo? Las respuestas están en la historia y en los textos sagrados, pero, muy especialmente, en el corazón de las personas dispuestas a incorporar a sus vidas a extranjeros, refugiados, extraños, en definitiva.

Para ello, no bastará con ser tolerantes, como preconizaban los ilustrados franceses y alemanes, con Voltaire a la cabeza. Dicha hospitalidad supone “una exigencia de apertura –afirma Daniel Innerarity– que supera la tolerancia, tantas veces sinónimo de comodidad y arrogancia ignorante”. Un valor moral de tales implicaciones se relaciona estrechamente con la voluntad de compartir, eterna piedra de toque de los individuos y los pueblos.
 

La hospitalidad de Abraham, por Kirill Ulanov (1689).

La hospitalidad de Abraham, por Kirill Ulanov (1689).

Hacia una definición con Historia

Son varios los conceptos que, de uno u otro modo, remiten a la hospitalidad y se (con)funden con ella: generosidad, compasión, misericordia, altruismo, solidaridad… Conviene, por eso, en primer lugar, ensayar una definición del término recurriendo a su etimología.

‘Hospitalidad’ echa sus raíces en la declinación latina hospes/hospitis, que vendría a significar ‘huésped’. No en vano, calificamos de ‘hospitalario’ a quien dispensa un recibimiento y un trato ejemplares al forastero, quien ejerce la hospitalidad –diríamos con cierto toque de perogrullada–. Y la estancia reservada en la casa para el visitante la denominaban los romanos cubiculum hospitale, mientras que hospitalia designaba al conjunto de habitaciones destinadas a los huéspedes. Parece evidente, por tanto, que palabras tan familiares como ‘hospital’ u ‘hospicio’ encuentren también su origen y sentido en esa misma acepción.

Sin embargo, ambos vocablos incorporan un matiz fundamental para entender en toda su amplitud el tema que nos ocupa: se trata de instituciones o espacios “especializados” en dar cobijo a los más desvalidos y vulnerables (enfermos y huérfanos), lo cual significa que la práctica de la hospitalidad alcanza su plenitud cuando quien la solicita padece las circunstancias más adversas (pobres, refugiados, emigrantes…), como tendremos ocasión de comprobar al revisar algunos episodios o relatos de las distintas religiones.

Digamos para empezar –y antes de analizar cómo integran y desarrollan dicho “mensaje hospitalario” las confesiones religiosas monoteístas– que ya los griegos, pueblo inquieto y viajero por excelencia, hizo de la hospitalidad el santo y seña de las relaciones familiares y entre pueblos, hasta el punto de sacralizar al extranjero, en el convencimiento de que este adoptaba el aspecto de las divinidades para juzgar la generosidad del anfitrión hacia el visitante:

Los dioses recorren las ciudades, en forma de mortales, observando quiénes son los que tratan con violencia y quiénes los que reciben con bondad a los forasteros.

Lo escribe Homero en la Odisea. Algo, en el fondo, comparable a la descripción bíblica del Juicio Final que narra Mt 25, 31-46.

Ya sea por razones exclusivamente humanitarias de pura filantropía, por principios filosóficos (para los estoicos, por ejemplo, somos ciudadanos del mundo, por lo que no contemplan el concepto de extranjero, y juzgan inhumano el hecho de no conceder hospitalidad) o por causas religiosas (el temor divino), el caso es que la obligación de conceder hospitalidad no solo se convirtió en signo de civilización o llegó a ser considerada entre los romanos como “alta virtud”, sino que ha pasado a la historia como una de las credenciales indiscutibles de la idiosincrasia de los pueblos semitas y mediterráneos.

Abrazo de san Joaquín y santa Ana en la Puerta Áurea.

Abrazo de san Joaquín y santa Ana en la Puerta Áurea.

Compañera inseparable de viaje y fiel exponente del carácter nómada de la existencia, la hospitalidad encontró así en la antigüedad clásica argumentos y expresiones que contribuyeron a la transmisión de una práctica que, más allá de una mera vivencia, pronto adquiere la condición de experiencia, pues exige salir de uno mismo para encaminarse al encuentro del otro.

Una aventura no exenta ya entonces de riesgos, el primero y más evidente de ellos seguramente con ancestros lingüísticos comunes: la ‘hostilidad’, ese sentimiento que se despierta en quien cierra las puertas de su hogar, de su país, cuando intuye en el recién llegado una posible amenaza para su seguridad y bienestar o para el orden establecido. Y aquellos cultos y viajados griegos deciden instaurar las “leyes de la hospitalidad”: así, por ejemplo, entre ellas se contemplaba la acreditación de la identidad, requisito que perduraría a lo largo de los siglos hasta tomar hoy la forma de solicitud de papeles al inmigrante.

La historia, pues, se repite, y sus protagonistas menos afortunados siguen esperando respuestas, cálidas y a la altura de sus demandas. ¿Están las grandes religiones monoteístas en condiciones de ofrecérselas? ¿Es la hospitalidad la punta de lanza del necesario cambio de actitudes y –nos atreveríamos a decir– convicciones para encarar con ciertas garantías el futuro?

Proponemos aquí la definición, sencilla pero sobradamente elocuente, que recoge Francesc Torralba en su libro Sobre la hospitalidad (PPC, 2014). Esta consiste –dice el filósofo catalán– en acoger al otro extraño y vulnerable en mi casa y hacer todo lo posible para que se sienta como en su casa.

De la mano de este enunciado, y bajo las premisas que establece, recorreremos un lugar común a tres de las principales religiones monoteístas del mundo (cristianismo, judaísmo e islam), que, sin embargo, a menudo no han sabido dar el paso de la letra al espíritu, de la norma a la vida.

Quizá convenga recordar en este punto –aunque solo sea de paso– el modelo imperecedero de alguien que sí lo dio: san Benito. En una época no menos convulsa que la actual, la Edad Media, el monje de Nursia establece para sus seguidores uno de los pilares de su estilo de vida (junto al Ora et labora) y la norma de oro de las hospederías monacales:

A todos los huéspedes que se presenten en el monasterio ha de acogérseles como al mismo Cristo en persona, porque Él dirá un día: era peregrino y me hospedasteis.

Una virtud que el comentario a la Regla benedictina especifica en estos términos:

A los peregrinos se les saldrá a recibir con muestra de sincera caridad, saludándoles con humildad profunda. Una vez acogidos, se leerá ante ellos la ley divina y luego se les obsequiará con todos los signos de la más humana hospitalidad.

 

Bajo la encina de Mambré. Lectura cristiana de la hospitalidad

Huéspedes de Abraham (Ravenna, año 547).

Huéspedes de Abraham (Ravenna, año 547).

Hablar de hospitalidad en la tradición judeocristiana nos remite a uno de esos episodios sorprendentes del Antiguo Testamento. Lo protagoniza el anciano Abraham, patriarca de todos los creyentes, el padre de Israel para los judíos, un gran profeta también para los musulmanes, el tronco común, en fin, de las tres grandes religiones monoteístas.

El “milagroso” alumbramiento de su hijo Isaac, habida cuenta de la avanzada edad de su esposa, Sara, pone de manifiesto que para Yahvé no hay nada imposible, pero sobre todo garantizará su descendencia, la continuidad de una estirpe, de un pueblo.

Y aquí hay un hecho que reclama nuestra atención para comprender mejor la trascendencia y el origen de la hospitalidad cristiana (y hebrea): la inesperada gestación de ese vástago está estrechamente vinculada a la acogida que su progenitor dispensa a “tres individuos que había parados a su vera”, cuando “apareciósele Yahvé en la encina de Mambré estando él sentado a la puerta de su tienda en lo más caluroso del día” (Gn 18, 1).

Solícito, Abraham “acudió desde la puerta de la tienda a recibirlos, y se postró en tierra” (Gn 18, 2) y, sabedor de que la hospitalidad no era más que una forma práctica de servir a Dios, rogó: “Señor mío, si te he caído en gracia, ea, no pases de largo cerca de tu servidor” (Gn 18, 3). De tal modo que, enseguida, dispuso para sus huéspedes (el propio Yahvé y dos ángeles, según el relato yahvista de esta teofanía) toda clase de atenciones:

Ea, que traigan un poco de agua y lavaos los pies y recostaos bajo este árbol, que yo iré a traer un bocado de pan y repondréis fuerzas. Luego pasaréis adelante, que para eso habéis acertado a pasar a la vera de este servidor vuestro. Dijeron ellos: ‘Hazlo como has dicho’ (Gn 18, 4-5).

El nacimiento de un heredero y, con él, la permanencia de todo un pueblo son, pues, consecuencias directas de la promesa divina agradecida tras una generosa hospitalidad.

No es este el único precedente hospitalario que comparten judíos y cristianos si permanecemos asomados a las páginas del Antiguo Testamento, aunque los que referiremos a continuación incorporan un nuevo concepto, fruto del contexto histórico en el que se produce: el asilo (a refugiados y extranjeros), una realidad tan antigua como la humanidad y que, desgraciadamente, ha sobrevivido al paso de los siglos.

El término ‘asilo’ –no podía ser de otro modo– es de origen griego: a-sylao (textualmente “sin-violencia, sin-captura, sin-devastación”). Ya Edipo, rey de Tebas, solicita asilo a Teseo, rey de Atenas. Y el propio Platón escribe en Las Leyes:

Toda falta cometida contra el huésped es una de las más graves faltas que pueden cometerse contra una divinidad vengadora. El extranjero, de hecho, aislado de sus compatriotas y su familia, debe ser el objeto del más grande amor de parte de los hombres y de los dioses. Por ello, se deben adoptar todas las precauciones para no cometer ninguna falta contra los extranjeros.

Más aún, desde tiempos inmemoriales, se destinaron territorios o lugares sacros e inviolables (institución del Santuario) donde el huido quedaba a salvo de cualquier persecución.

Sin ir más lejos –y volviendo al universo religioso que ahora nos interesa–, en las mismas páginas veterotestamentarias queda constancia más adelante de cómo Yahvé ordena a Moisés que, una vez instalado el pueblo elegido en la Tierra Prometida, se proceda a la fundación de seis ciudades de asilo “contra el vengador”, que:

Serán de asilo tanto para los israelitas como para el forastero y para el huésped que viven en medio de vosotros, para que se pueda refugiar en ellas todo aquel que haya matado a un hombre por inadvertencia (Nm 35, 15).

Hasta tal punto están interiorizados estos usos en la cultura hebrea, que la propia Ley mosaica contiene preceptos de protección al extranjero, asilo o auspicio de hospitalidad recogidos a lo largo y ancho del Pentateuco. He aquí un claro exponente:

Cuando un forastero resida junto a ti en vuestra tierra, no le molestéis. Al forastero que reside junto a vosotros, le miraréis como a uno de vuestro pueblo y lo amarás como a ti mismo [el gran mandamiento de Lc 10, 27]; pues forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto. Yo, Yahvé, vuestro Dios (Lev 19, 34).

Dejaremos estos y otros antecedentes, sin embargo, para cuando llegue el momento de desentrañar los principios de la hospitalidad judía. No en vano, la incorporación del inmigrante a los textos legales es uno de los grandes rasgos diferenciales de Israel respecto a los pueblos que entonces constituían su entorno más próximo.

Benedicto XVI visita la sinagoga de Roma (2010).

Benedicto XVI visita la sinagoga de Roma (2010).

Sobran ejemplos de hospitalidad en la Biblia que toman el testigo de Abraham: desde la mujer sunamita, que le ofrece plato y alcoba a Eliseo y obtiene como recompensa la maternidad (2 Re 4, 8-11), hasta el paciente Job, que testimonia: “El forastero no pernoctaba a la intemperie, tenía abierta mi puerta al caminante” (Jb 31, 32); sin olvidar, lógicamente, los “contramodelos”, como los habitantes de Sodoma (Gn 19, 1-11) o los benjaminitas (Jue 19, 1-30), merecedores de sendos castigos por atentar contra el bienestar y la dignidad de los huéspedes.

La venida de Jesús, el Hijo de Dios, introduce un paso más, una radical novedad y la gran aportación del cristianismo al culto de la hospitalidad: la asistencia al extranjero, al necesitado de un hogar, como condición de Salvación, y que queda perfectamente resumida en la célebre escena del Juicio Final con la que concluye el Discurso escatológico del Evangelio de Mateo referida más atrás:

Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino para vosotros desde la creación del mundo… porque era forastero, y me acogisteis… (Mt 25, 31-46).

La propia trayectoria vital de Jesús aparece marcada por la provisionalidad, la desinstalación, el tránsito. Y, en tales circunstancias, es cuando el valor de la acogida adquiere su verdadera dimensión cristiana.

El Mesías esperado nace en un pesebre de Belén, como un ‘sin techo’ de nuestros días, porque sus padres no encuentran alojamiento en la posada (Lc 2, 6-7). Como extranjeros, la familia de Nazaret, en Galilea, llega a Judea y busca cobijo. Poco tiempo después, y con la criatura todavía en pañales, deben huir a Egipto en busca de asilo escapando de la matanza de inocentes decretada por Herodes (Mt 2, 13-15).

Pero todo el Nuevo Testamento está salpicado de referencias más o menos explícitas a la práctica de la hospitalidad: desde la parábola del buen samaritano (Lc 10, 29-37), toda una inolvidable lección de misericordia, que reivindica la auténtica condición de prójimo –especialmente con el desvalido, aun cuando se trate de un extraño o incluso un enemigo–, hasta las múltiples ocasiones en que Jesús es hospedado por amigos o conocidos y se sienta a su mesa: por Marta y María en casa de Lázaro (Lc 10, 38-42), por el rico Zaqueo (Lc 19, 1-10), etc.

Líderes cristianos, musulmanes y judíos en una vigilia por la paz.

Líderes cristianos, musulmanes y judíos en una vigilia por la paz.

Sin olvidar uno de los consejos que el mismo evangelista ofrece en su libro: “Permaneced en la misma casa, comiendo y bebiendo lo que tengan, porque el obrero merece su salario” (Lc 10, 7). Dicho de otro modo, aceptar la hospitalidad que alguien te brinda le permite a esa persona ejercer
la generosidad
, una virtud no menos cristiana.

También en los escritos paulinos abundan las alusiones a las bondades de la hospitalidad, un don que enriquece la vida comunitaria (Rm 12, 13) y al que el autor de la carta a los Romanos exhorta continuamente a sus seguidores (Rm 16, 1-2), incluidos aquellos que aspiren a la “noble función de epíscopo” (1 Tm 3, 2).

Al fin y al cabo, como queda perfectamente claro a lo largo de toda la Biblia –desde los libros sapienciales hasta las epístolas católicas, pasando por los evangelios y transmitiéndose luego hasta la catequesis primitiva–, la vida del cristiano es una vida en el destierro y, como tal, a expensas de la acogida y magnanimidad de quienes le rodean. Lo proclamaba el salmista:

Escucha mi súplica, Yahvé
presta oído a mi grito,
no te hagas sordo a mis lágrimas.
Pues soy un forastero junto a ti,
un huésped como todos mis padres (Sal 39, 13).

Lo recuerda Pedro (1 Pe 2, 11) y lo reitera Pablo (Flp 3, 20; Col 3, 1-4), para quien el discípulo de Cristo es “ciudadano del cielo”, de paso por esta tierra.

San Juan Pablo II con el rabino Elio Toaff (1986).

San Juan Pablo II con el rabino Elio Toaff (1986).

Todo lo dicho hasta ahora –de un modo muy especial este último apunte– subraya el potencial de comunión del cristianismo, la religión de la caridad, y pone de manifiesto su aportación fundamental desde la hospitalidad como valor evangélico en estos tiempos que corren: el mensaje cristiano debería espolear un nuevo sistema de relaciones sociales entre el “dentro” y el “fuera”, el “nosotros” y el “ellos”.

Desterrando la extrañeza y la desconfianza hacia el recién llegado, estaremos apostando por la fraternidad frente a la exclusión, eficaz modo de denuncia de las injusticias y anticipo del Reino.

Porque creer en la casa común y la mesa compartida –símbolos de la hospitalidad por excelencia– no es otra cosa que cultivar día a día el proyecto de Dios que llama al ser humano a inaugurar un mundo diferente de relaciones, quién sabe si angelicales (cf. Heb 13, 2), pero seguro que más cristianas.

Siguientes apartados del Pliego (solo suscriptores):

  • Extranjeros en Egipto y Babilonia
  • Alá es compasivo
  • Conclusión

 

Pliego íntegro publicado en el nº 2.902 de Vida Nueva. Del 12 al 18 de julio de 2014

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