La iglesia, un reto arquitectónico del siglo XX

Los nuevos templos, cumbre de la modernidad, se alejan de la liturgia

(Juan Carlos Rodríguez) La vinculación entre las formas de la vanguardia y los contenidos religiosos ofrece uno de los episodios más peculiares del siglo XX. La arquitectura expresa la confusión de la fe de nuestro tiempo y la pluralidad secular de sus lenguajes. El arquitecto Luis Fernández Galiano lo retrata así: “Hoy las formas sagradas son profanas: las formas del culto han dado paso al culto de la forma, y los templos se han desplazado del dominio de la teología al territorio del arte”. Es la mudanza, según afirma, de la liturgia a la plástica. El arquitecto “ya no entiende el encargo religioso como un marco pautado para las convenciones litúrgicas, sino como una oportunidad de libertad expresiva”. La evolución la simboliza la transformación de la capilla barroca de Santa Rita, en Lugo, en la iglesia modernista de San José Obrero. La planta libre es la materialización del nuevo concepto de espacio, según Christian Norberg-Shultz. La destrucción de la herencia romana del espacio como expresión del destino del hombre. Ese “camino de salvación” y de “interioridad” que se metamorfoseaba a lo largo del templo, y que hoy apenas se refugia en un alarde de “espiritualidad”. Capaz de infundir una sacralidad diáfana y cenital, como los altares de Miguel Fisac, o los trazados manieristas y cúbicos de Álvaro Siza. Incluso con la austera espiritualidad de la catedral de Los Ángeles, de Rafael Moneo. Son, según Fernández Galiano, “testimonio azaroso de la pluralidad y la incertidumbre contemporáneas del arte y lo sagrado”.

Esa misma incertidumbre que se materializa en las últimas iglesias inauguradas en España. El estudio bilbaíno IMB proyectó la iglesia del nuevo barrio de Miribilla, la primera que se construye en Bilbao desde hace 19 años. Su elemento más llamativo es el campanario, una torre acristalada de 24 metros de altura. El color blanco de la fachada exterior contrasta con las vidrieras de colores. En Alzira (Valencia), un vanguardista diseño corona el templo parroquial de la Sagrada Familia, con una cubierta que de “forma singular, con entrantes y salientes, permite la entrada de luz cenital”, según el párroco, Juan Antonio Cabanes. Con líneas, otra vez, reproducidas en la parroquia del barrio de Altabix, en Alicante: estética vanguardista con una fachada en color blanco y una estructura en forma triangular. Ejemplos recientes de que, según Esteban Fernández Cobián, “a la Iglesia le basta con que los espacios sean neutros y dignos”. Quizás es conformarse con muy poco. Louis Bouyer ya dio en Arquitectura y Liturgia su veredicto negativo: “Hay que reconocer que hoy en día lo que revelan la mayor parte de nuestras iglesias no es demasiado inspirado ni inspirador.

La mayoría de las veces se limitan a reproducir los modelos del pasado, imperfectamente y sin comprenderlos. Copiadas desde fuera, no parecen haber sido hechas para encarnar una vida que brota desde dentro de la comunidad a la que deben cobijar”. Esa es, por ejemplo, la sucesión de trazados neoclásicos, fríos y vacuos una vez desprendido de genio artístico, que ha sembrado buena parte del siglo XX. Actitud que ha ido transformándose en esa sutil combinación entre espacio sagrado y público, que, según Bouyer: “Incluso cuando tratamos de ser modernos, demasiado a menudo no hacemos otra cosa que adaptar al uso de la iglesia alguna especie de edificio moderno: sala de reunión, gran aula, cine, tratando de adornarlo con algunos rasgos característicos tomados de las antiguas construcciones al viejo estilo”.

Fernández Cobián analiza el estado de la cuestión, situando el impulso del diseño modernista de los templos en la inspiración del movimiento litúrgico aprobado por Pío XII, pero que se vio traumatizado por la excelencia de Le Corbusier y su capilla de Notre-Dame du Haut, en Ronchamp, punto de partida y paradigma del lenguaje racionalista que estaría por irrumpir en la arquitectura religiosa. Le Corbusier se inspiró en la naturaleza, en un cristianismo primitivo y escasamente confesional. Pero Fernández Cobián lamenta, incluso, “la escasa calidad de este tipo de arquitectura en España y como la falta o el exceso de presupuesto ha producido arquitecturas extrañas”. Sigue habiendo intentos, por supuesto, como la iglesia de La Rosaleda en Ponferrada, de Ignacio Vicens y Hualde, y la de Nuestra Señora de los Rosales, en A Coruña, obra de Jacobo Rodríguez-Losada. Extraño o no, el templo moderno no sirve si el arquitecto olvida la liturgia. Es lo que afirma Ignacio Vicens y Hualde, que diseñó los altares de las visitas de Juan Pablo II a Madrid: “La liturgia es el programa. Hay mucha iglesia mediocre, con déficit de teoría. Y hay que buscar la excelencia. El siglo XX dejó iglesias banales y no es toda la culpa del arquitecto”. Y, por eso mismo, ya no sirve la cruz latina ni basilical. “Hoy el templo no es monodireccional, sino multifocal. Hay que separar el ámbito de la celebración del sacrificio del sagrario; el lugar de la palabra, la sede y al altar”. Sin embargo, lo que se expande es el espacio multifuncional.

Nuevos lenguajes

Muchos arquitectos modernos encontraron en el encargo sagrado un punto de partida para experimentar nuevos lenguajes. Como Richard Meier y la iglesia del Jubileo en Roma. Hacer de la iglesia una interpretación nueva y abierta ha resultado ser sumamente difícil, y las soluciones convincentes en el siglo XX pueden contarse con una mano. A ellas mira, sin embargo, el programa de la Ciudad Episcopal de Huelva, radicalmente futurista. A esas obras maestras de la arquitectura moderna: la catedral de Tokio de Kenzo Tange, la de la Resurrección en Evry de Mario Botta, la del Cristo de la Luz de Santiago Calatrava en Oakland o la de San Juan Evangelista en Chiayi (Taiwán), de Fray Coelho de Portugal. Monumentales recreaciones de la ascensión hacia la luz, prácticamente única formulación litúrgica presente en la iglesia moderna. La iglesia de la Luz, de Tadao Ando, como exponente en Osaka.

Desde el inicio del siglo XIV, la arquitectura eclesiástica pretendió poner de manifiesto las relaciones entre el cielo y la tierra. El punto de partida fue el nuevo papel activo del firmamento, entendido como un reino celestial donde se originaba la luz. El interior se dividió en dos zonas superpuestas: una zona inferior, la terrenal, constituida por elementos corpóreos como las columnas; y otra superior, la celestial, con carácter luminoso y desmaterializado. El único espacio que ha interesado a los arquitectos contemporáneos. El templo debe encarnar un espacio metafísico y trascendental. La magistral lección de Fisac fue renovar esa dualidad medieval con un lenguaje vanguardista: la arquitectura religiosa es la función material y la espiritual, las formas y los ritos. Así, sus iglesias, desde la iglesia de los Padres Dominicos en Alcobendas al irrealizado proyecto Gaviota, se presentan como arquitectura símbolo, el mismo edificio en sí emite un mensaje preciso, comprensible, de trascendencia. Sin embargo, hoy Fisac es un clásico contemporáneo y lo moderno transita por otros caminos. Hacia el proyecto conceptual y minimalista, por ejemplo, de Moneo, de lo que será la iglesia de Riberas de Loiola, en San Sebastián. O el diseñado por Jaime Carceller para la parroquia de Nueva Montaña, en Santander. De nuevo, blanco inmaculado. Espacios en los que podría habitar una iglesia multiconfesional y, al mismo tiempo, contener un espacio teatral y escenográfico. Como señala Cobián, habría que citar a Juan Pablo II: la Iglesia necesita el arte para hacer visible lo invisible. Y a la arquitectura, también. Si no, se aleja de Dios.

En el nº 2.649 de Vida Nueva.

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