Sydney vibró como nunca lo había hecho con el Papa y los jóvenes

Las poblaciones aborígenes de Australia adquirieron un especial protagonismo en la JMJ del pasado mes de julio

(Antonio Pelayo) Escribir varios días después de un acontecimiento tiene el inconveniente de que se enfrían algo las emociones, pero también la enorme ventaja de que la distancia te ayuda a jerarquizar la importancia de lo vivido y a prescindir de detalles pasajeros. Esta crónica de la Jornada Mundial de la Juventud de Sydney, a pocos días de distancia de su clausura y superado el jet lag de un viaje en avión de 24 horas de duración, ha sido escrita en Roma con todos mis apuntes a la vista, para que no se nos quede nada escondido en los pliegues de la memoria.

Que Sydney iba a ser una de las ediciones más festivas y coloristas de las Jornadas Mundiales de la Juventud lo vimos con evidencia el martes 15 de julio, cuando 150.000 jóvenes –representantes de 168 países de todo el planeta– asistieron a la misa de apertura en el muelle de Barangaroo presidida por el cardenal George Pell, arzobispo de la metrópolis australiana. No cabía nadie más en esta vasta superficie del Darling Harbour. Allí pudimos contemplar la extraordinaria variedad del “ser cristiano en el mundo”. Jóvenes de las islas Samoa, del reino de Tonga, de Papúa-Nueva Guinea, de Timor, de Nueva Zelanda, de la India, de Vietnam y Birmania se codeaban con otros provenientes de los Estados Unidos, de los diversos países de la vieja Europa, de las repúblicas latinoamericanas y de África, con libaneses, polacos, escoceses o habitantes de las islas de Chipre y de Malta.

En el altar ocupaban su puesto 26 cardenales –entre ellos, el secretario de Estado, Tarcisio Bertone, y el presidente del Pontificio Consejo para los Laicos, Stanislaw Rylko– 400 obispos y más de 4.000 sacerdotes. “Sydney ––dijo en una conferencia de prensa ese mismo día el obispo Anthony Fisher, responsable de la organización– ha abierto los brazos al mundo, y el mundo ha respondido a su invitación. Muchos jóvenes, no inscritos, están llegando a última hora, lo que nos obligará a revisar al alza las cifras de participación”.
Ya en esa misa de apertura, tuvo lugar una ceremonia de bienvenida a los jóvenes peregrinos por parte de las poblaciones aborígenes de Australia, en esta ocasión concreta por un grupo proveniente de las islas del estrecho de Torres, que cantaron y bailaron sus ancestrales danzas, expresiones –como dijo el primer ministro, Kevin Rudd, de “una de las culturas más antiguas de la humanidad”.

Para los escasamente conocedores de Australia, este problema de los aborígenes puede resultar inextricable. Digamos que son poco más de medio millón (el 2,2% de la población total de Australia), descienden de unas poblaciones autóctonas cuyos orígenes se remontan a 50.000 años, y que no mantuvieron contacto alguno con otros pueblos hasta que en el siglo XVII llegan los colonizadores holandeses e ingleses. Éstos les consideraron “un eslabón intermedio de la evolución entre el hombre y el mono”, y practicaron con ellos un auténtico genocidio. Tuvieron que pasar muchos años hasta que se comenzase a reconocerles algunos derechos elementales –a sus tierras, a la enseñanza y a la sanidad públicas–, y sólo en febrero de 2008, con el nuevo Gobierno laborista, se les ha pedido perdón pública y oficialmente abriéndose un nuevo período de su historia. La Iglesia lo hizo ya en el año 1998, y hoy el 26% de los aborígenes son católicos. La Jornada ha sido una excelente ocasión para integrarles aún más y para dar expresión pública a sus tradiciones y ritos.
Fueron de nuevo ellos los que el jueves 17 de julio le dieron al Papa la bienvenida en el muelle de Rose Bay, antes de que Joseph Ratzinger se embarcase en la nave ‘Sydney 2000’ para acudir a su primer encuentro con los jóvenes del mundo. Un grupo de ancianos aborígenes le saludaron efusivamente y le acompañaron con sus cantos y danzas ancestrales hasta la embarcación, pidiendo que se alejase de ella todo peligro. “El Papa es un hombre digno de veneración –dijo Maddem, el anciano jefe de las 25 tribus aborígenes allí representadas– porque se ocupa del espíritu y no del poder”.

La ‘Sydney 2000’ había sido engalanada para esta solemne ocasión y, en el segundo puente de proa, se había instalado un trono de madera para que el Papa pudiese recorrer sentado las seis millas que le separaban del muelle Barangaroo. Apenas lo pudo utilizar, porque las 530 personas que se encontraban a bordo –especialmente los jóvenes escogidos para servirle de guía– no dejaron de saludarle, abrazarle, pedirle autógrafos y fotografiarse con él. Un Ratzinger especialmente “suelto” les dejaba hacer complacido, mientras bendecía a derecha e izquierda a quienes le saludaban desde las riberas.

La nave papal era escoltada por otras 12 embarcaciones menores, en las que viajaban casi dos mil jóvenes y protegida por una flotilla de lanchas de la Guardia Costera australiana, seis helicópteros y agentes de policía a bordo de potentes motos acuáticas que impedían acercarse a quienes querían ver al Papa a más corta distancia. Las sirenas de los barcos amarrados saludaban el paso del cortejo.

Cuando desembarca en el muelle, la multitud le acoge con estruendo y un constante agitarse de banderas de las más insospechadas nacionalidades. “Le acogemos entre nosotros –le dice el cardenal Pell– como hombre de fe y de cultura que durante decenios ha entrado en diálogo con otros representantes de nuestras democracias pluralistas. Le acogemos sobre todo como sucesor de Pedro, como Papa y Obispo de Roma. Está usted entre amigos”.

En su primer discurso a sus “jóvenes amigos”, Benedicto XVI les propone las ideas-eje de sus discursos durante los siguientes actos de la Jornada. Selecionamos algunas de ellas con frases que podrían servir de eslóganes: ”La vida –les dijo– no está gobernada por la casualidad. Vuestra existencia personal ha sido querida por Dios, que le ha dado una finalidad. La vida no es una simple sucesión de hechos y de experiencias. Es una búsqueda de la verdad, del bien, de la belleza. No os dejéis engañar por quienes sólo ven en vosotros consumidores de un mercado de posibilidades indiferenciadas, donde la opción en sí misma es ya un bien, la novedad se hace pasar como belleza, la experiencia subjetiva suplanta a la verdad”.

“La tarea del testigo –insistió en otro momento– no es fácil. Hay muchos que hoy pretenden que Dios deba ser marginado y que la religión y la fe, oportunas para el individuo, deban ser excluidas de la vida pública o sólo utilizadas para conseguir limitados fines pragmáticos. Si Dios es irrelevante en la vida pública, la sociedad podrá ser plasmada de acuerdo con una imagen que carece de Dios, y el debate y la política sobre el bien común pueden estar presididos más por las consecuencias que por los principios radicados en la verdad. Cuando Dios es eclipsado, nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la finalidad y el ‘bien’ comienzan a esfumarse”.

La preocupación por la no-violencia –dijo ya al final–, el desarrollo sostenible, la justicia y la paz, el cuidado del medio ambiente, son de vital importancia para la humanidad. Todo eso no puede, sin embargo, ser comprendido si se prescinde de una profunda reflexión sobre la innata dignidad de cada vida humana desde su concepción hasta su muerte natural, una dignidad que es conferida por Dios mismo y por eso es inviolable. Nuestro mundo se ha cansado de la avidez, de la explotación y de la división, del tedio de los falsos ídolos y de las respuestas hipócritas y de la pena de las falsas promesas. Nuestro corazón y nuestra mente anhelan una visión de la vida donde reine el amor, donde los dones sean compartidos, donde se edifique la unidad, donde la libertad encuentre su propio significado en la verdad y donde la identidad se encuentre en una comunión respetuosa”.

“El relativismo –advirtió una vez más–, dando valor en la práctica de forma indiscriminada a todo, ha convertido la experiencia en algo más importante que todo el resto. En realidad, las experiencias, separadas de toda consideración sobre lo que es bueno y verdadero, pueden conducir no a una genuina libertad sino a una confusión moral e intelectual, a una rebaja de los niveles morales, a la pérdida de la autoestima e incluso a la desesperación”.

Estas frases y otras de Benedicto XVI producen un gran efecto en los jóvenes. Lo deduces cuando les contemplas en el curso de una celebración. Sus rostros quedan como iluminados. Les adivinas serenos y dispuestos a seguir los pasos del “maestro”. Es un don que nadie puede negar a este Papa.

Como tampoco se le puede discutir el éxito con las masas. Esa noche, cuando volvía en papamóvil a su residencia en la Cathedral House –pasando por delante de la Opera de Sydney, parte del Patrimonio Mundial de la Humanidad según la UNESCO– fueron decenas y decenas de miles de sydneysiders –así se llaman los habitantes de la ciudad– los que le aclamaron con respeto y saludaron su paso con aplausos.

Dentro del programa papal figuraban dos encuentros, uno de carácter ecuménico y otro con los representantes de las más importantes religiones. Ambos tuvieron lugar el viernes 18, el mismo día en el que Joseph Ratzinger se reunió a comer con 12 jóvenes de diversas nacionalidades (dos por cada continente, entre ellos el español Fidel Mateos, más una pareja de australianos).

Al día siguiente, las naves de la neogótica catedral de Santa María Auxiliadora –donde ya celebraron la Eucaristía Pablo VI, en 1970, y Juan Pablo II, en 1986 y 1995– fueron el marco de la Misa con los obispos australianos (estaban ausentes por enfermedad los cardenales Edward Idris Cassidy, en su día Sustituto de la Secretaría de Estado y presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, y el emérito de Sydney, Edward Bede Clancy), los seminaristas, los novicios y novicias de todo el país. En su homilía, el Papa volvió a referirse a los abusos sexuales del clero (la prensa, que ha sido, como ya he dicho, muy respetuosa con él, seguía insistiendo obsesivamente en este tema). “Aquí –dijo– quiero reconocer la vergüenza que hemos sentido por los abusos sexuales cometidos con menores por algunos miembros del clero y religiosos de este país. Pido perdón por el dolor y el sufrimiento que han sentido las victimas, y les aseguro que, como su Pastor, yo también comparto su dolor”. El último día de su estancia en Australia asistieron a la Misa privada del Papa un pequeño grupo de representantes de esas víctimas, que al final de la Eucaristía “pudieron hablar personalmente con el Papa –según el comunicado vaticano–, que les ha dirigido palabras afectuosas de participación y de consuelo. El encuentro se ha desarrollado en una clima de respeto, de espiritualidad y de intensa emoción”.

Llegamos, así, al verdadero inicio de la Jornada Mundial de la Juventud que, como ya marca la tradición, se concreta en una magna Vigilia de Oración. El sitio escogido era el hipódromo de Randwick, el más importante de toda Australia, distante unos seis kilómetros del centro de Sydney. Horas antes del inicio del rito, las decenas de miles de muchachos y muchachas, cargados con sus sacos de dormir, sus mochilas y sus banderas, se pusieron en marcha atravesando el famoso Harbour Bridge, majestuoso puente sobre las aguas de la bahía, entonando himnos en una peregrinación festiva pero exenta de cualquier tipo de manifestación ajena al objetivo de la convocatoria. Ayudados por un eficaz servicio de voluntarios –casi 8.000–, ocuparon disciplinadamente los espacios que se les habían asignado.

El escenario era grandioso. El podio estaba presidido por una gigantesca cruz que parecía suspendida en el aire y una paloma diseñada por un artista aborigen. A las siete de la tarde –no se olvide que estamos en pleno invierno asutral– ya había oscurecido. El Papa hizo su entrada acompañado por 12 jóvenes y, después de un sugestivo ballet, una mujer indígena encendió una a una las lámparas que llevaban en sus manos. El gesto fue imitado por todos los presentes, y en pocos minutos decenas de miles de antorchas iluminaron toda la escena donde estaban representados los patronos de esta XXIII World Youth Day: María Cruz del Sur; la beata australiana Mary Mac Killop; el siervo de Dios Juan Pablo II; la beata Teresa de Calcuta; santa Teresa de Lisieux; la polaca santa Faustina Kowalka, testigo de la misericordia y de la compasión divinas; la italiana santa Maria Goretti, testigo de la castidad y del perdón; el francés san Pedro Chanel, testigo de la valentía y de la bondad; el beato Pedro To Rot, un laico de Papúa-Nueva Guinea testigo de la generosidad; y el beato italiano Pier Giorgio Frassati, modelo de vida al servicio de la justicia y de la caridad. Siete jóvenes dieron lectura a sus propios testimonios y pidieron para todos la intercesión de los santos patronos.

Benedicto XVI dio lectura a su largo discurso, cuyos puntos esenciales ya hemos resumido para nuestros lectores en el pasado número de la revista y, a continuación, dio comienzo la exposición del Santísimo y la adoración eucarística, que se prolongaron durante toda la noche, alternándose los momentos de silencio con los de meditación. La noche, fresca pero con temperaturas no demasiado rigurosas, se transformó así en una prolongada vigilia a la espera de la solemne Eucaristía del domingo.

Ésta comenzó a las 10:30 de la mañana. No ha faltado la habitual guerra de cifras. Las más razonables giran en torno a las 400.000 presencias, lo que, según el cardenal Pell, constituye la mayor concentración humana en toda la historia de Australia. En el transcurso de la ceremonia, el Papa administró el sacramento de la Confirmación a 24 jóvenes representantes de todos los continentes, y centró su homilía en la “fuerza del Espíritu”, que no cesa de llenar de vida a la Iglesia. ”Es –dijo– como un río subterráneo que nutre el alma y nos sitúa siempre más cerca de la fuente de nuestra verdadera vida que es Cristo”. ”En Cristo –añadió en castellano al final de su homilía– se cumplen todas las promesas de salvación verdadera para la humanidad. Él tiene para cada uno de vosotros un proyecto de amor en el que se encuentra el sentido y la plenitud de la vida, y espera de todos vosotros que hagáis fructificar los dones que os ha dado siendo sus testigos de palabra y con el propio ejemplo. ¡No le defraudéis!”.

Cuando pasada la una del mediodía quedó clausurada esta Jornada, en el cielo de Sydney aparecieron unas primeras ráfagas de viento y después de lluvia. Era todo un símbolo de esperanza –también meteorológico– después de largos meses de sequía.

Antonio Pelayo fue el enviado especial de ‘Vida Nueva’ a Sydney

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