Pablo d’ Ors: “Reír es lo que más necesitamos en la Iglesia y en el mundo”

(Juan Carlos Rodríguez) Ante este escritor y sacerdote de verbo áureo y abrumadora ilusión, apenas hay que sentarse y escuchar su discurso. Leerle, por supuesto, y después, quizá, encerrarse y reflexionar sobre el “yo” de la literatura y el “nosotros” de la fe, que en él se combinan serena y lúcidamente. Lecciones de ilusión (Anagrama), su última novela, diría que es la definitiva, la prueba solemne e irónica -porque esa es la combinación que cuece su obra- de que Pablo d’Ors (Madrid, 1963), sacerdote desde 1991 y finalista del Premio Herralde de Novela en 2000, es un novelista centroeuropeo que escribe, básicamente, sobre lo que no sabemos de nosotros mismos.

“Para mí, la literatura no tiene fronteras geográficas ni históricas, no debería tenerlas. La novela es la épica del yo, y eso le interesa -lo quiera o no- a todo hombre que aún no haya perdido su humanidad”.

Le cito: “¿Hay algo más interesante que el trastorno, el amor, los libros? Y ¿no son estas palabras sinónimas entre sí?”.

No. Evidentemente no hay nada más interesante que el amor, el trastorno y los libros. El Quijote, la primera novela de la historia de la literatura mundial, es, en este sentido, programática: trata sobre alguien que enloquece por amor a la lectura. Toda novela, lo sepa su autor o no, es un homenaje indirecto al Quijote. Mis Lecciones de ilusión son un homenaje explícito y hasta descarado, por mucho que su contexto geográfico (se sitúa en Centroeuropa) pueda despistar. Por otra parte, todo buen libro habla sobre otros libros y nace de un amor. Además, el único amor que satisface al corazón humano es el que puede calificarse de “loco”. Un amor “sensato” o “racional” no parece que sea amor.

Ilusión, perfección, posteridad, locura… ¿Son los infiernos de Bellini los suyos?

Por supuesto que Lorenzo Bellini, el protagonista, es una suerte de alter ego. Pero algo parecido podría decir de los protagonistas de otras de mis novelas (Zollinger, Vogel…) y hasta de la mayoría de los secundarios de ésta. Todos mis personajes, como confieso en la cita inicial, son egos imaginarios, por decirlo a lo Kundera: posibilidades existenciales que no se realizaron y que necesito explorar. Por eso les quiero a todos por igual.

¿Cuál es su locura?

¡Bufff! Supongo que mi locura es ser tan carnal como espiritual, y todo al mismo tiempo. Como Hermann Hesse, por cierto. O como san Pablo. También es locura querer ser sacerdote en este comienzo de milenio y en este contexto occidental, que es el mío. Y es locura escribir, porque eso significa que, en el fondo, crees que tienes algo que decir: algo nuevo, único, intransferible. Pero mi locura principal, la más loca, es sin duda creer en el Evangelio. Porque, eso de que los primeros serán últimos y los últimos, primeros, ¿no es un despropósito? ¿No es necedad?

¿Y cómo ha escapado usted del sanatorio de Kremszell?

He encerrado en este manicomio imaginario todos mis fantasmas personales o, al menos, los que más frecuentemente me visitan y molestan en mi tarea como novelista. Ha sido -es obvio- una manera de exorcizarlos, de perderles el miedo y darles un nombre. Necesitaba escribir este libro: un libro que no brota del capricho o de la generosidad, sino de la pura necesidad de supervivencia. Y creo que ésta es la cepa de la que debería nacer toda novela.

Oración y escritura

Teólogo, novelista, sacerdote, periodista… ¿Dios está en todos sitios con usted?

De Dios me gusta poco hablar, sobre todo para no tomar Su nombre en vano. Teólogo lo fui, ya no. He renunciado, no se puede ser todo en la vida. Periodista nunca lo he sido, aunque haya escrito en prensa, pero siempre lo he hecho como escritor. Para ser periodista hay que estar interesado por el mito de la actualidad, algo que a mí me interesa poquísimo. Prefiero el de la posteridad, que es mucho más quimérico. En cuanto a Dios, si está o no está en un lugar, ¿quién es tan osado o tan estúpido para hacer una afirmación de ese tenor?

Usted ha dicho: “Mi literatura es un ejercicio profundamente espiritual”. ¿Dónde está Dios entonces en su literatura?

Hice esta afirmación porque estoy convencido de la profunda afinidad que existe entre el acto de oración y el de escritura, como por otra parte ya subrayó, y con muchísima más autoridad que yo, el insigne Michael de Certeau, especialista en historia de la mística. Tanto el orante como el escritor auténtico se ejercitan en escuchar una voz que está en sus adentros; ambos pelean por dar cuerpo a esa voz. Escribir, como orar, no es cuestión de técnica, sino de autenticidad y, desde luego, de coraje. La principal virtud del novelista es, a mi parecer, la valentía.

Explíqueme: ¿por qué no hay profesión de fe en la novela española contemporánea?

La novela española no aborda hoy la cuestión religiosa por la sencilla razón de que la cuestión religiosa no es algo que, en general, interese a los novelistas. Si el novelista es creyente, y si esa fe suya es para él algo importante, entonces es muy probable que, de un modo u otro, lo religioso aparezca en sus ficciones. Pero no se puede forzar una novela para que sea religiosa; cuando se hace, se convierte en un panfleto o, como máximo -y lo dudo-, en una catequesis. Y nada hay tan alejado del arte como lo panfletario. Arte y moral juegan definitivamente en campos diferentes.

“Un sacerdote es un mediador, un constructor de puentes entre el mundo y Dios, entre la cultura y la religión, entre la juventud y la madurez, entre la vida y la muerte”. Lo dijo usted. ¿Y ejerce en todo ello?

Pues fíjese usted que, sin quererlo, sí. Digo lo de sin quererlo porque yo soy, en el fondo, un tipo bastante privado, a quien gusta el anonimato y la discreción. Sin embargo, por mi doble condición de sacerdote y novelista me ha tocado ejercer permanentemente de mediador entre esos dos mundos, el de la cultura y el de la religión, hoy tan lamentablemente distantes entre sí. En mi época de pastoral universitaria, unos años tan maravillosos como nefastos ­para mí, fui mediador entre la juventud y la madurez. Y ahora, en fin, como capellán hospitalario, mi actual trabajo, soy algo así como un partero de la vida eterna y, en ese sentido, mediador, como dice usted, entre la vida y la muerte.

¿Entonces, usted ve el mundo como teólogo, como sacerdote y como novelista del mismo modo?

No sé qué decirle. Resultaría fácil afirmar que soy malicioso como novelista (pues saco a relucir esas zonas oscuras que nos habitan) y bondadoso como sacerdote (pues intento poner en práctica una moral de la promoción, una gratia elevans). Pero no sería justo reservar lo diurno para el sacerdocio y lo nocturno para la literatura; y ello porque también hay noches en la fe, como sabe cualquiera que se haya adentrado mínimamente en ella, y luces en la literatura, que no es un simple experimento con el mal, como piensan algunos, casi diría que la mayoría.

Usted se enorgullece de su condición de discípulo del monje y teólogo Elmar Salmann, incluso transpira en su literatura… ¿Cree que la literatura humaniza?

Elmar Salmann, mi maestro, me salvó como cristiano. Me hizo pasar de un cristianismo en clave ética -insoportable a la larga- a un cristianismo en clave estética (es decir, que la primacía la tiene siempre el indicativo de la gracia, no el imperativo moral). Salmann me hizo comprender lo que conviene que sepa todo el que entra en religión: que humor y humildad vienen de la misma raíz. Nunca me he reído tanto con nadie como con él. Y reír (sobre todo reírse de uno mismo) es lo que más necesitamos en la Iglesia y en el mundo.

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