Con este título, “Entre el Papa que se nos fue y el papa que está llegando”, escribí hace doce años y tres meses una columna en la revista Vida Nueva, que todavía no era digital. La escribí –sobra la explicación– a raíz de la histórica dimisión de Benedicto XVI que nos había dejado, al mismo tiempo, en estado de perplejidad y de “sede vacante”. Y la escribí, por supuesto, mirando simultáneamente hacia el pasado y hacia el futuro, en expectativa hacia la página en blanco que escribiría el sucesor del papa Ratzinger.
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Como teóloga y como creyente escribí, entonces, que mi mirada hacia el futuro, se abría a la esperanza, se hacía oración para que el nuevo papa ejerciera su ministerio como “siervo de los siervos de Dios”, y que confiaba en que el nuevo obispo de Roma supiera conducir el rebaño que Dios ponía en sus manos y responder evangélicamente –es decir, con buenas noticias– a las necesidades de un mundo cambiante y necesitado de salvación.
Entre lágrimas
Han pasado doce años y hoy, entre lágrimas por su partida, repaso las páginas que escribió el papa Francisco desde el momento mismo en que lo vimos asomar al balcón de San Pedro sin arreos pontificales y con la misma cruz pectoral que usaba como obispo, anunciando en este gesto que iba a cuestionar la visión de una Iglesia encerrada en sacristías y palacios, al mismo tiempo que las ambiciones de poder en el estamento jerárquico, que se identificó como el obispo de Roma y escogió llamarse Francisco para asumir, como el santo de Asís, la tarea de reconstruir la Iglesia.
Anunció en ese momento que pondría en práctica la eclesiología de pueblo de Dios de Vaticano II pidiendo a la multitud que orara por él y lo bendijera. Y al decir a la multitud que lo vitoreaba, “ahora comenzamos este camino: obispo y pueblo”, esbozó la sinodalidad que después convertiría en praxis eclesial mostrando cómo caminar juntos obispo y pueblo, es decir, como pueblo de Dios.
Evangelio de la misericordia
Y así lo hemos visto durante estos años. Lo vimos recordarnos con hechos el evangelio de la misericordia recorriendo el mundo con su mensaje de paz y misericordiando en las periferias existenciales. Por eso lo vimos dialogar con las cabezas de otras confesiones religiosas, con reyes y presidentes, con víctimas de abusos y con migrantes. Lo vimos dar pasos importantes y significativos de apertura a la visibilización de las mujeres en la Iglesia, nombrando a muchas de ellas en cargos de autoridad y tomar en serio la petición de la hermana Therezinha acerca del diaconado femenino y poner el tema sobre el tapete, aunque no se atreviera a permitir el acceso de mujeres al sacramento del orden por temor a clericalizarlas, como dijo en repetidas ocasiones, porque el clericalismo era, para Francisco, “el cáncer de la Iglesia”.
No podía ser bien recibido por los partidarios de conservar las tradiciones y de volver al pasado “un papa venido del fin del mundo”, como él mismo se definió, que por primera vez no era europeo ni pertenecía al tejemaneje vaticano, que sacudió costumbres de curiales y eclesiásticos con su ejemplo y se atrevió a tocar temas candentes, como la comunión de parejas de divorciados y la bendición a parejas del mismo sexo. Desde el primer día aparecieron sus críticos y opositores que pusieron en duda sus enseñanzas y lo calificaron de hereje, pero lo preocupante es que estarán en el cónclave o haciendo campaña contra el nuevo aggiornamento al que con sus acciones invitó Francisco.
Quinielas de los vaticanólogos
Hoy, a la expectativa de quién será elegido para suceder a Francisco y en medio de las quinielas de los vaticanólogos, como teóloga y como creyente solamente puedo repetir las palabras que escribí hace doce años y tres meses, porque mi mirada hacia el futuro se abre a la esperanza, se hace oración para que el nuevo papa ejerza su ministerio como “siervo de los siervos de Dios”, y confío en que el nuevo obispo de Roma sepa conducir el rebaño que Dios pone en sus manos y responda evangélicamente –es decir, con buenas noticias– a las necesidades de un mundo cambiante y necesitado de salvación.
Sobre todo, porque creo que el Espíritu Santo es el protagonista del cónclave y en esta hora de expectativa su luz tendrá que iluminar a los cardenales electores en su decisión, para que acceda a la silla de Pedro el papa que pueda y sepa conducir la Iglesia Católica en su encargo de hacer presente en el mundo el amor y la salvación de Dios. Que así sea.