La misericordia que llegó a la olla

DSC03246

Una de las personas atendidas en la institución.

 

Recorrido por la Casa Francisco en compañía de su fundador

La olla es el nombre que se les da a los lugares de consumo y expendio de droga. De allí salen los huéspedes de la Casa Francisco, para encontrarse con el rostro de la misericordia.

Del portón para adentro de este antiguo inquilinato, usted ve un laberinto: el pasillo da acceso a cuartos en donde están tendidos sobre el suelo los colchones de los huéspedes; se ve un baño, separado del pasillo por una cortina que resguarda precariamente la intimidad; de allí sale una mujer esquelética y avejentada por la dura vida de la calle y de las ollas; amante de uno de los huéspedes, es la madre de un mocetón de quince años, tempranamente sumergido en la turbulencia del mundo de las drogas.

Al fondo, donde termina el pasillo y se abre la luz mansa de la media mañana, ladra sin pausa un perro, tan callejero como los habitantes de la Casa Francisco.

DSC03252

Jaime Molina, médico al frente de la institución.

Me guía y hace las presentaciones Jaime Eduardo Molina, un médico sesentón que desborda vitalidad. Ahora me presenta a un joven con aspecto de universitario que desentona con los demás huéspedes: “habla inglés sin acento y con gran propiedad”, me dice al oído Jaime Eduardo. Antes, un hombre que comía arroz y papas de un plato que sostenía con su mano izquierda, había tendido su derecha para saludarme con una sonrisa desdentada; a su lado y sentado en un jergón otro hombre sonreía con simpatía. Pero la mayoría de los que encontré en las distintas habitaciones dormían con ese sueño espeso de los que han pasado la noche sumergidos en la inconciencia de las drogas.

Esta es la compañía que ha escogido y para la que trabaja de tiempo completo Jaime Eduardo Molina, MD.

“¿Cómo decidiste asumir esta vida?”, le pregunté temeroso de recibir una respuesta convencional. Pero me engañaba:

Eso es un estado de demencia, uno no sabe en qué momento se enloquece y muchas veces me asusto de si esto es una disfunción cerebral, si es un estado maniaco-depresivo, si es una idea compulsiva. Yo le atribuyo esto al Señor. A todo el que me pregunta por qué estoy metido en esto le digo: ‘Por el Señor’. Créamelo o no me lo crea, trabajo para el Señor. Lo demás me importa un bledo. Así le digo a la gente. Entonces las cosas se dan de una manera muy rara. Resulta que yo le decía a la madre Laura, por los días del milagro con el médico: ‘Madre Laura, no me dejes presentar al Señor con las manos vacías’. Y estando en Chapinero se me acercó una noche un tipo muy buen mozo a venderme unas gafas. Pero el hombre… de olor asqueroso, de apariencia asquerosa. Y se me ocurrió decirle: ‘Venga a la casa donde vivo, se da una ducha de agua caliente, se cambia de ropa, y toma algo’. Las señoras hablan del primer hervor, del segundo hervor, ¿no? Que es donde se está cocinando el pollo, que necesita dos hervores. Con este caballero tuve que utilizar tres ‘juagores’, o sea: se metía la ropa y el agua salía negra y volvía y se metía y volvía a salir negra; y ya en la tercera metida más o menos limpia. Entonces empecé a regalarle la ropa; y empezaron a llegar de dos en dos, hasta que en un momento dado había ocho personas durmiendo en el antejardín de la casa. Los vecinos aterrados. Pero, pobrecitos, ellos iban a donde sabían que había algo. Entonces los entraba en mi habitación. Fue cuando comencé a conocer a esta gente y la historia terrible que hay detrás y a sentir una experiencia que es lo que me hace dudar de que esté loco: comencé a amar a esta gente, a sentir una simpatía, una empatía; a no tener asco del mugre, al mismo tiempo recibir respuesta de ellos. Y cuando menos esperé estaba metido en la berraca y sin salida”.

Los escalones que llevan al segundo piso son estrechos, de cemento desnudo y sin barandas; de modo que subimos paso entre paso hasta llegar al rellano que da a dos habitaciones: una con una camilla de enfermería cubierta con una sábana blanca en donde Jaime Eduardo atiende los casos críticos que constantemente le llegan: lo mismo heridos a cuchillo en peleas callejeras o víctimas del consumo sin medida de drogas. Su atención médica y la rápida llegada de la policía le salvaron la vida a uno de estos hombres que se desangraba por una arteria cortada por una cuchillada. “Esta gente todo lo resuelve a cuchillo, es la ‘Ley del cuchillo’. Entonces: ‘no vamos a pelear en la casa, camine nos vamos para afuera’. Y salen… porque la puerta no se mantenía con llave y se armaban a cuchillo al frente de la casa. Entonces los vecinos, aterrados, con toda razón, llamaban la policía y aparecían en una patrulla y llegaba una ambulancia y hacíamos el escándalo”. La otra habitación en ese segundo piso es el dormitorio de este médico. Allí está cuanto le queda de su vida personal: fotos de sus dos hijos, tenidos con una esposa alemana que regresó a su país cuando a él lo sentenciaron en Estados Unidos a siete años de cárcel por el incidente en que lo involucraron en tráfico de drogas; también aparecen las imágenes de sus tiempos de universitario, estantes llenos de libros, una caja con medicinas y, al fondo, una cama de monje, estrecha y austera. Podría ser, pensé, la de un religioso. El Señor, de quien habla de continuo, en su cruz; santa Laura de Jericó, la santa que lo inspira, junto a esa otra campeona del amor a los pobres, Teresa de Calcuta. Es evidente que lo mueven sólidos motivos de fe que se debieron robustecer en sus siete años de cárcel, dicen mis especulaciones. Al preguntárselo me rectifica:

No, no necesariamente, maestro; porque yo vengo de una familia, mi familia particular, mi papá y mi mamá. A mi casa nadie tocó la puerta sin que se le diera algo. La gente en esa época pedía sobrados. Yo me acuerdo de muy niño, tal vez de 10 años, que una vez vi una pobre señora que iba con un galón de aguamasa (decimos en mi tierra), o sea, la comida de los marranos. Ella iba con un turbante de esos que usan las vendedoras en Cartagena y encima un tarro con sobrados. A mí me produjo tanta tristeza que la acompañé varias cuadras con el galón encima. Yo posiblemente tenía 10 años… Entonces, todas las cosas empiezan en los hogares. Murieron mis padres y la casa que teníamos en Laureles quedó desocupada por un tiempo; mientras, yo empecé a hacer esta pendejada de dejar que la gente se entrara a bañar: se llevaban las piezas del sanitario, las bombas y esas cosas.

Afortunadamente me salió una beca para ir a estudiar a los Estados Unidos. Yo me olvidé de esta pendejada. Pero no es tan nuevo… O sea, la locura no es nueva”.

¡Coja una totuma de agua caliente y lávele los pies! Yo quisiera que todos los días fueran Jueves Santo

Creyeron ver esa locura los visitadores de la vicaría arzobispal que estuvieron en esta casa para evaluarla técnica y pastoralmente.

De esa visita resultó un informe que concluyó que no cumplía con los requisitos “de cualquier organización nacional o internacional para otorgar ayudas”; que no tiene “objetivos claros y precisos, ni planes de funcionamiento, financiamiento y sostenibilidad; que requiere un trabajo de creatividad, responsabilidad, planeación y organización para hacer más eficaz la caridad con los hermanos”.

Jaime Eduardo leyó este informe con impaciencia y desconfianza y me lo comentó mientras ojeaba fotografías y libros en su cuarto: “El amor de Dios no existe en abstracto, todo tiene que ser por las manos del hombre. La relación de Dios no es en abstracto. Entonces, la más maravillosa oportunidad es hacer esto. ¡Funcionó la experiencia! Me ha funcionado durante tres años: duermo con la puerta abierta de mi habitación, todos tienen cuchillos y yo no esculco a nadie. Aquí ha habido peleas a cuchillo y se han manejado. Casi me matan a un tipo porque le cortaron una arteria como se corta un pedazo de salchichón; y si yo no hubiera estado en la casa en ese tiempo el tipo se hubiera muerto; y si la policía no hubiera venido rápido y yo no tuviera un celular (porque me han robado cinco celulares) ese tipo se hubiera muerto en la casa. Entonces, esa es la oportunidad de demostrar la misericordia”.

DSC03268Lo dice de manera rotunda y con un tono de convicción que no admite réplica. Sin embargo, es evidente que se trata de un hombre solo frente a una responsabilidad que se agrava por la incomprensión de autoridades eclesiásticas y civiles. ¿Continuará así, confiado en sus solas fuerzas?

“Yo necesito crear discipulado. El sueño de un profesor universitario (y usted ha sido profesor universitario) es crear discípulos, hombres que prolonguen no solamente su recuerdo (porque todos tenemos un ansia de permanecer en el recuerdo de la gente), sino continuar la obra; las obras que no se continúan se acaban. Tengo dos ideas locas: La obra se llama ‘Diaconía’, diáconos a la manera de la Iglesia primitiva; no son diáconos ordenados, acólitos… yo quiero un grupo de diaconía que no esté sometido a ningún báculo y que esté dispuesto a ir donde se necesita, a estar dispuesto. Es acompañar al agonizante, es estar con la familia. Es lo que yo quiero: un montón de gente generosa no sometida a reglas sino dispuesta a servir donde lo necesitan.

El otro grupo que quiero, y ese ya va más estructurado, son estos muchachos generosos que vienen acá, estudiantes universitarios que vienen a ver: los llamo los primos de la madre Laura. ¿Por qué los primos? Porque es que todas estas comunidades tienen sus sacerdotes, los padres; sus madres; sus hermanas; y no faltan sino los primos, ¡los primos que sean los que hagan las cosas sencillas!

Aquí llega la gente con las medias pegadas porque hace dos meses que no se quitan los zapatos porque si se quitan los zapatos en la calle se los roban; entonces la media viene pegada con una micosis, o sea, una enfermedad; con las uñas enterradas, los pies negros como si hubieran venido de pisar un cebollal. A esa gente hay que quitarle eso con amor, sin asco. ¡Coja una totuma de agua caliente y lávele los pies! Yo quisiera que todos los días fueran Jueves Santo para que todos les laven los pies y haya gente que les laven los pies. Es gente que necesita que le laven los pies… Esos son los primos de la madre Laura, eso es en lo que estoy trabajando; y estoy pidiendo al Señor que si me concede la vida y la salud, como dicen en mi tierra, se pueda llevar a cabo”.

Hablaba de estos sueños cuando llegamos a la parte de atrás de la casa: un espacio abierto en donde se arruman grandes pilas de ropa sucia. ¿Lavarla? ¿Quemarla? Ni lo uno ni lo otro. Es tal la cantidad, que lavarla supondría recursos y tiempo de trabajo de lo que no dispone la Casa. Tampoco quemarla porque los inquilinos sienten que esa ropa es su propiedad, la única que tienen. Pero Jaime Eduardo sueña tener aquí un jardín que le dé a la casa ese aire limpio y ese toque de color y de belleza de los macizos de flores y de vegetación.

Es un sueño extraño; aunque, después de todo lo visto y oído en esta casa, ya nada sorprende. Le oigo decir, mientras bajamos las escaleras:

“Ha sido la experiencia más enriquecedora estar con estas personas, porque ustedes han visto que la relación es muy personal. Me dicen ‘padre’. Yo pensé que me decían ‘padre’ por cura y les decía que yo no soy cura, sino médico. Y decían: ‘no, padre por papá’. Me dicen ‘pito’, ‘pá’.

DSC03267

Entrada al inmueble, ubicado en el barrio San José, en el sur de Bogotá.

Y ese diálogo íntimo que se va formando es lo que me ha permitido tener el conocimiento que tengo en este momento del problema de los habitantes de la calle y de cuál debe ser la solución, es decir, una de las muchas soluciones; pero una solución que yo he demostrado que es viable son esos pequeños centros de paz, sitios donde no hay multitud de personas, sino pequeños centros como este, distribuidos en la ciudad, donde el habitante de calle entre y aprenda a respetar esa sociedad donde vive y al vecino que lo mira con asco, con temor, con prevención o con actitudes defensivas, pero que aprenda a convivir con ellos.

Fui preso en los Estados Unidos por pendejo, pero allá en la cárcel vi el drama de las personas que terminan en manos de la justicia americana a veces por pendejadas. Mi pendejada fue haber sido intérprete en el pago de un dinero de una supuesta importación legal a un canadiense que no hablaba español y que también era uno de los convictos convertidos en colaboradores de la Justicia. No es lo que usted quiere tener. Siete años preso es una experiencia enorme en la vida, pues de otra manera no hubiese conocido todo esto del narcotráfico, de la miseria. Pero su pregunta era: ‘¿por qué se metió en esto?’. Yo no sé”.

Un euro y una bendición: carta al Papa

Santo Padre:

El 13 de abril providencialmente hablé por teléfono con su nuncio en Colombia, Mons. Ettore Balestrero, quien me dio instrucciones sobre cómo escribir a Su Santidad.

Soy un médico retirado, de 66 años, que ha dedicado los dos últimos al servicio de los habitantes de la calle -en su mayoría drogadictos- en la ciudad de Bogotá, en feliz concordancia con su enseñanza y su afán pastoral. Inspirado en el espíritu misionero de santa Laura Montoya, en la actualidad vivo con 20 de estas personas y atiendo un número indeterminado diariamente, a quienes trato de transmitir el amor compasivo de Jesús y ajustarme muy de veras a la exigencia de nuestro Señor que nos transmite Mateo en el Capítulo 25 de su evangelio. Habitamos una casa en arriendo (US $ 200.oo mensuales) propiedad de las reverendas hermanas de la comunidad de Hijas de la Sabiduría. Ellas desean vender esta propiedad para utilizar el dinero en otras obras propias de su carisma particular y yo estoy rogando a san José que me ayude a comprarla. Adjunto información sobre los lineamientos generales de la obra.

He obtenido el apoyo y el consejo de los reverendos padres Adolfo Vera, párroco de nuestra Señora de Lourdes, quien es, además, un magnífico ingeniero civil y ha sido movido por el Señor durante muchos años para cuidar de este sector de la patología social con perseverancia y efectividad; y del padre Carlos Riaño, de la diócesis de Zipaquirá y asociado con la Orden de San Juan de Dios. El Señor Cura párroco de la Iglesia de San José Obrero, en donde está la casa, y el señor vicario de la zona pastoral correspondiente, monseñor Francisco Niño, conocen el proyecto.

Yo me inicié a la vida durante el pontificado del inolvidable Pío XII; desde entonces no me había identificado tanto y tan entrañablemente como lo hago con su ministerio petrino, que nos insiste en ir a la periferia, a donde están las llagas de la humanidad, y a ser islas de misericordia en un mar de indiferencia.

Le ruego, Santo Padre, que me regale un  euro de los fondos que Su Santidad dona para este tipo de obras, un solo euro, Padre Francisco, y su bendición. La divina Providencia hará el resto.

Mis hijitos mugrientos, alucinados por las drogas, desposeídos de toda esperanza y propósito en la vida, y yo, lo amamos filialmente, Santo Padre, oramos por usted e imploramos de rodillas su bendición.

Jaime Eduardo Molina, MD

Javier Darío Restrepo

Compartir