El turno de la desacreditada democracia

El desarme de la guerrilla más antigua del mundo, en uno de los países más desiguales del mundo, es un turno renovado para la antigua democracia. Durante más de medio siglo los idealistas extremos pensaron que la justicia solo era posible pasándola por las armas insurgentes.

En efecto, el sistema democrático había sido asaltado por políticos corruptos, empresarios sin alma, militares abyectos. Votar en elecciones equivalía a avalar toda la trama. El engranaje estaba viciado, pues el eslogan “el que escruta elige” fue una malicia ratificada cada cuatro años.

Los más generosos estudiantes, intelectuales, religiosos incluso, se unieron a tropas de campesinos escondidos en las duras montañas andinas. Líderes, banderas, himnos, gestos, se volvieron íconos de una rebelión que parecía justificada y bendita.

Los alzados dirigían la mirada a la celeridad con que en Cuba había llegado el triunfo. La revolución era asunto de pasado mañana. En un país, en el vecino, en el de más allá, hasta que el incendio purificara un continente.

Pero uno a uno los movimientos de inconformes fueron derrotados. Algunos pactaron apresuradas firmas de paz, tras desangrar a sus países. La ideología de sostén, el marxismo, colapsó luego de dominar porciones importantes del mundo. La vía de los fusiles se extenuó ante el embate de la tecnología de guerra, acerada en el primer mundo.

La guerrilla colombiana fue la más terca de todas. No en vano prima aquí una geografía de tres cordilleras, llanuras de mirada infinita, dos océanos. No en vano el narcotráfico contribuyó a la vez con sumas desaforadas y con degradación interna de los ideales altruistas.

Con un cuarto de siglo de retraso, las FARC comprendieron que la Guerra Fría había puesto punto final a su forma de lucha. Y que delitos contra la población que decían defender les propinaron la más baja aceptación entre las instituciones nacionales.

Durante un lustro, los combatientes negociaron con el enemigo que no lograron destruir. Finalmente firmaron un acuerdo. Al hacerlo, bajaron la cabeza ante el sistema que odiaban. Aceptaron la legitimidad de sus palacios de gobierno y parlamento, sus urnas electorales, sus fuerzas armadas. En una palabra, ingresaron a la democracia.

Entonces volvió el turno para la envejecida democracia. Sí, envejecida, desacreditada, dilapidada, pero a la postre ineludible. Antes, tuvieron que ir a tumbas y fosas comunes centenas de miles de víctimas. Tuvieron que salir despavoridos ocho millones de desplazados. Tuvieron que morderse la lengua legiones de sobrevivientes traumatizados.

Todo eso fue preciso para regresar a la convicción de que la humanidad no ha inventado manera más idónea para resolver la vida en común, que la democracia. Tal vez esta conciencia provenga del equilibrio vacilante logrado por este invento político, entre participación y libertad.

Que muchos intervengan y metan mano en las decisiones públicas, y que nadie vea restringida la posibilidad de hacer lo que le venga en gana: esta es la llave maestra en que al final de cuentas todos concuerdan.

La consolidación de esta balanza es la tarea del próximo futuro. Corresponde no solo a los guerrilleros desmontados ni a la contraparte gubernamental. Es asunto, sobre todo, de quienes se opusieron al proceso pacificador.

Así como los insurgentes se desprenden de sus “fierros”, así la extrema derecha política ha de suprimir los enquistados métodos paramilitares. Que la palabra sea el instrumento excelso de este turno de la democracia.

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