El secreto de Lizzy

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Lizzy Fallon es religiosa de la Compañía de María y vive en la comunidad Alegría (Pereira)

Una Vida Religiosa para todas las edades

Ni los cinco longplays que Pachito Borda le prometió a cambio de que no se fuera de monja, ni el carro último modelo que en 1938 le regaló su papá –quizá para hacerla dudar sobre su ingreso al noviciado de la Compañía de María– fueron motivos suficientes para que diera un paso atrás. A su novio del San Bartolomé ya le había terminado. Y aunque su abuela aseguraba que era un capricho más y que en cuestión de meses regresaría a casa, no perdió la decisión. Eso sí, disfrutó el cocktailparty al cual la invitaron con ocasión de la inauguración del salón de té del Teatro Teusaquillo; y a los días celebró por lo alto su fiesta de quince años.

Lizzy Fallon era tan popular como la Coca Cola, o al menos eso advertía su papá al comprobar cómo los muchachos de Chapinero le hacían calle de honor para molestarla y ganarse su atención. Bastó que “Mijito” le recomendara un perfil más bajo para que dejara atrás lo que hasta entonces había sido su vida. Le importaba más el concepto de su papá que el hecho de que la gente hiciera fila para bailar con ella.

En ese entonces la Compañía de María practicaba la clausura papal mayor. Solo en 1950 el documento eclesial Sponsa Christi produjo cambios en el estilo de vida de la congregación orientados a una mayor decisión por el apostolado. Una de las muchas metamorfosis históricas de las cuales Lizzy ha sido testigo en más de 70 años como religiosa.

Al igual que ocurrió con tantos otros institutos de Vida Consagrada, el aggiornamento promovido más tarde por el Concilio Vaticano II generó desconcierto en la Compañía de María. Mientras algunas religiosas se aferraron a las certidumbres del pasado, Lizzy formó parte de quienes, movidas por sus inquietudes, se abrieron a la novedad que trajo consigo el acontecimiento eclesial promovido por Juan XXIII. Hoy se les considera pioneras en el compromiso que la congregación asumió con relación a los pobres, en coherencia con la recepción del Concilio efectuada en el continente por parte de la asamblea episcopal de Medellín. Para 1968, Lizzy ya se había dejado cuestionar por el estilo de ministerio practicado en Colombia por personas como Mons. Julián Mendoza Guerrero, primer obispo de Buga; una labor pastoral atenta a los últimos de la sociedad y no determinada por recomendaciones ni privilegios.

Después de fundar con otras compañeras un colegio en la población vallecaucana y trabajar allí durante varios años, Lizzy se trasladó a Perú. En tiempos del General Velazco Alvarado le llamó la atención el sistema educativo incentivado por el gobierno porque, en su opinión, no ponía mayores condiciones para asegurarle matrículas a la gente y no hacía distinción de clase. Trabajó en Trujillo junto al padre Fernando Rojas y le marcó profundamente la labor de laicos comprometidos con la animación cristiana de las comunidades populares.

En 1977 regresó a Colombia y en Bogotá se vinculó con Religiosas para América Latina (ORAL), una de las experiencias que dio origen al movimiento de la Iglesia de los pobres en el país. La espiritualidad del desierto dejó de ser para ella una forma de abstracción del mundo, para convertirse en una actitud de disponibilidad en favor de la construcción del Reino de Dios, sin importar el rechazo que ello puede implicar. En efecto, no faltaron los conflictos cuando su congregación la puso al frente de cargos directivos.

Con todo, la renovación que se operaba entonces en la Iglesia le era una salvación. A su parecer, la utopía de aquellos años engendra resultados en la actualidad. Escritos de autores que en el pasado fueron tachados de “comunistas endemoniados” hoy hacen parte, por ejemplo, de los materiales de estudio promovidos por la superiora provincial. “Vivir en este época es una gracia de Dios”, asegura.

LizzyA sus 92 años, despejar la capacidad de amor es su prioridad. Como orientadora en La Enseñanza de Pereira, su interés es que las niñas aprendan a ser felices. Ve en ellas la ilusión que descubre en sí misma y dedica tiempo a escucharlas. Como hermana, practica la máxima de que “la energía más vale darla”. Es la mano derecha de la madre Ana Joaquina Vargas, superiora de la Alegría, comunidad que la congregación destinó en la ciudad para brindarles calidad de vida a sus religiosas ancianas. Como consejera de la Compañía de María, Lizzy insiste en que no hay que aferrarse a las obras. Le pareció un acierto de la congregación haber cerrado el colegio de Buga, a pesar de que ella misma participó en su fundación. Le satisface saber que en el inmueble donde en el pasado funcionó la institución educativa hoy funciona el seminario de la diócesis dirigida por Mons. Roberto Ospina.

Contra el pensamiento de quienes aseguran que la mejor manera de vivir la vejez es separarse de lo que uno está haciendo y de las personas con las que generalmente se comparte, Lizzy conserva su disponibilidad para el servicio y su contacto con la gente que la quiere y la requiere. La tecnología no solamente le ha permitido poder desplazarse de manera cómoda, sino también permanecer en relación con el mundo de sus afectos. No pierde la chispa: dirige un diplomado en “administración de la pereza” y está convencida de que “es una belleza la vida”.

Un pincel oriental y acuarelas antiguas forman parte de sus tesoros. Con ellos pinta miniaturas que regala generosamente. Lizzy misma es un tesoro para quienes la conocen; su vejez admira como una obra de arte.

Miguel Estupiñán

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