Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

San Benito José Labre, uno al que la vida no le sonrió


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Caminamos por las calles de nuestras ciudades y nos encontramos con personas indigentes, de las cuales muchos son lo que llamamos sin techo o, como prefieren los anglófonos, sin hogar. Y es bien fácil que sea así porque solamente en España, según las estadísticas, hay unos 28.500. Por otro lado, dicha cifra es relativamente baja si la comparamos, por ejemplo, con la de Francia, que supera los 300.000, o con la ciudad de Nueva York, pues solamente en dicha ciudad se alcanzan los 100.000.



Son rostros desconocidos para la mayoría de los que transitan las calles, aunque gracias a Dios no faltan los que les cuidan con amor y sin hacer publicidad. Lo que pocos saben es que entre estos indigentes, pero situado en el siglo XVIII y en el centro histórico de la ciudad de Roma, se encontraba San Benito José Labre, un sin techo al que la vida no le había sonreído.

Edificar y escandalizar

Sin embargo, en el momento de su muerte, el 16 de abril del 1783, la Urbe presenció un espectáculo que, en palabras del embajador de Francia de la época -el cardenal De Bernis- en una nota que envió al palacio de Versalles, “edifica a unos y escandaliza a otros”. Lo hizo porque el difunto era compatriota suyo, ciudadano francés, aunque había dejado su patria años atrás. El espectáculo al que se refería era que tras su muerte se formaron ante la iglesia de Santa Maria dei Monti, donde el párroco había permitido colocar su cuerpo en un esquina de la nave lateral, unas colas interminables de gente que quería rendirle homenaje.

Lo que no le entraba en la cabeza al embajador, por muy eclesiástico que fuera, era que un indigente sin techo pudiera atraer tanta atención de la gente. Y no sabiendo cómo explicarlo, hipotizó en su escrito que debía tratarse de una maniobra de los jesuitas para llamar la atención. La Compañía de Jesús había sido suprimida años antes, en 1774, por Clemente XIV y el susodicho embajador pensaba que en esta manifestación popular los jesuitas querían conseguir algún beneficio.

Pero no era ni mucho menos una maniobra de los jesuitas, sino que se trataba de una expresión espontánea de homenaje por parte de la gente del barrio -y corriéndose la voz, de muchos más- a este hombre que habían conocido como habitante de las ruinas del Coliseo y zonas colindantes.

En busca de su vocación

Sin embargo, una vez más pocos conocían los sufrimientos de su vida, pues como suele ocurrir con los indigentes que no abren las puertas de su intimidad a muchos, tampoco Benito José contaba fácilmente los fracasos de su vida: Hijo mayor de una familia acomodada de 15 hijos, había nacido cerca de Boulogne el 26 de marzo de 1748 ya los doce años fue enviado a estudiar bajo la dirección de un tío suyo cura. Durante los 6 años que pasó en la casa rectoral del tío maduró la posible vocación monástica, pero no obtuvo la aprobación de sus madres hasta la muerte del buen clérigo, en tiempo de epidemia.

Y allí empezó para el joven lo que fue un auténtico víacrucis por monasterios de clausura de todo tipo –cistercienses, trapenses, cartujos- en los que intentó ser monje con escaso éxito, pues de unos tuvo que salir por motivos de salud (en los que los escrúpulos tuvieron un papel importante) y de otros fue invitado a marcharse. El último monasterio en el que estuvo fue la abadía de Sept-Fonts, en 1769, pero brevemente porque llegaba exhausto de los anteriores intentos fallidos.

A pie descalzo

A partir de ese momento, su vida fue un peregrinar a pie descalzo a santos lugares, sin morada fija y viviendo solamente de la providencia. En muchas ocasiones despreciado y objeto de burlas, sin embargo no le faltó la ayuda de gente buena, se cuenta incluso que uno de los que lo alojaron en su casa habría sido el tío del Cura de Ars. A pie recorrió media Europa, desde Compostela a Nápoles, pasando por Ensiedeln en Suiza, Paray-le Monial en Francia, Loreto, Asís y Nápoles, etc., hasta que llegó a Roma en 1778 y allí se quedó hasta su muerte cinco años después.

San Benito José Labre

San Benito José Labre

Y por suerte se quedó en Roma en ese periodo final de su vida, pues si hubiese seguido peregrinando quizás no hubiera llegado a la gloria de los altares. De hecho, el que fue mi predecesor en tiempos de su proceso de canonización, objetó al reconocimiento de su heroicidad de las virtudes que tanta peregrinación no podía ser camino seguro de santidad, según la famosa aseveración que hace la Imitación de Cristo: “Qui multum peregrinantur, raro santificantur ”.

Pero como al final se asentó en Roma, aunque fuera indigente sin techo, entonces se pudo superar la dificultad. Hay que reconocer que dicho Promotor de la Fe se cebó con el pobre Benito José, pues expresó como obstáculo perentorio su sospecha que los fracasos vocacionales de Labre fueran debidos a un cierto Jansenismo que le llevaba al voluntarismo exagerado. Y costó mucho a los abogados de la causa demostrar que no era cuestión de Jansenismo sino más bien de una psicología débil que le hizo sufrir mucho.

Sencillez y humildad

La vida no le sonrió a nuestro vagabundo pero la gente de la Urbe lo quiso mucho: acostumbrados a altos prelados, famosos fundadores y figuras espirituales de todo tipo, los romanos se enamoraron de la sencillez y la humildad de este hombre que no pedía limosna pero confiaba en la providencia, e incluso aprovechaba el dinero que le daban para a hacer obras de la caridad. “Pobres que enriquecen a muchos”, que dijo san Pablo. Visitaba las tumbas de los mártires, asistía cada día a misa y acudía a la adoración de las Cuarenta Horas en las diferentes iglesias de la ciudad; y además, jugaba con los niños y gustosamente se paraba a hablar con la gente, llegando a ser el paño de lágrimas de muchos.

Aquel 15 de abril de 1783 era un miércoles santo, cuando un carnicero del barrio de nombre Zacarelli se lo encontró caído en la calle cerca del mercado de Santa Maria dei Monti y decidió llevarlo a su casa. La última noche de su vida tuvo un techo y el calor de un hogar, en el que murió en la madrugada del día siguiente, Jueves Santo.

El cielo de los elegidos

Un gran autor como Camilo José Cela, admirador de Labre, escribió sobre su muerte: “Mientras las campanas de Roma repicaban el anuncio de la Salve, Benito José Labre, claro espejo de vagabundos, cerró los ojos para siempre. Su alma, también para siempre, voló, escoltada por el sonar de los clarines del gozo, hasta el alto cielo de los elegidos.”

Canonizado solemnemente por León XIII en 1881 pero siempre pobre entre los pobres, todavía hoy es desconocido para muchos eclesiásticos de alto rango del tipo de los que le ignoraron durante su vida. De hecho, hace unos meses se planteó la posibilidad de nombrar un Patrón o Patrona de los sin techo y para ello se hicieron consultas. Algunos, de modo espontáneo y como algo natural, sugirieron el nombre de Benito José Labre, mientras que un importante príncipe de la Iglesia manifestó no haber oído hablar de él, a la vez que proponía otros nombres más populares. Puedo imaginar que a nuestro santo le hubiese importado poco el no ser conocido por altos prelados.