Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

¿Ojalá que llueva barro en el campo?


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Estoy firmemente convencida de la existencia de la ley de Murphy. Ese principio, que se basa en la “maldad innata de la materia”, afirma que, si algo puede salir mal, saldrá mal. Pareceré un poco pesimista, pero creo que forma parte de la experiencia de todos nosotros el hecho de comprobar cómo la tostada siempre cae por el lado de la mantequilla o que la fila del supermercado siempre es más rápida cuando no es aquella en la que tú te encuentras. En estos días me he acordado mucho de esta ley, porque, después de mucho tiempo de sequía y apenas lluvia en Granada, casualmente se ha puesto a llover cuando la calima es de tal magnitud… que llueve barro.



Hemos estado un par de días en los que Juan Luis Guerra estaría feliz al comprobar que sobre los campos cae algo muy parecido al café… bueno, más bien al cacao. Y en medio de esta situación, me ha dado por pensar que quizá esto del polvo del Sahara resulta casi más cuaresmal que la ceniza que nos imponemos el miércoles. Lo digo, no solo porque se trate de arena del desierto, que ya es un espacio muy cuaresmal en sí mismo, sino también por cómo nos podría evocar a nuestra condición humana esencial. El relato del Génesis presenta al ser humano como una realidad creada del polvo de la tierra (Gn 2,7).

En el barro

Aunque solemos imaginarnos esta creación como el fruto de un Dios alfarero que trabaja con el barro, el texto bíblico habla del polvo de un suelo fértil y cultivable. Así, la fragilidad y la contingencia propia de la condición humana se expresa en íntima vinculación con el polvo, por más que el soplo divino sea capaz de vivificarnos y lanzarnos más allá de nosotros, como la arena del Sahara traída hasta aquí a golpe de borrasca. Límite y grandeza, vulnerabilidad y potencialidad, vinculados a la tierra e impulsados hacia el cielo… esta es la condición humana según el Génesis.

Granada calima

Quizá sea bastante más pringoso, pero resultaría muy sugerente que, en vez de imponernos ceniza para comenzar la cuaresma, nos pusiéramos sobre nuestra frente un poco de barro, como ese que las últimas lluvias ha llenado las calles de Granada. Así recordaríamos de modo más cercano a la tradición bíblica que estamos conectados con la creación, que somos limitados y frágiles, pero que, a la vez, el Espíritu nos impulsa hasta modelar su sueño para cada uno de nosotros. Ojalá esta larga temporada que aún nos queda por limpiar las huellas de la calima, tengamos presente que nuestra vulnerabilidad no es un límite, sino una posibilidad para abrirnos a que el Señor logre sacar nuestra mejor versión.