Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

Mary Ward: acusada de hereje, cismática y rebelde


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En el año 2009 los teólogos vaticanos que estudiaron si se la podía considerar ejemplar en sus virtudes respondieron unánimemente en sentido positivo. Si ella hubiese podido presenciar esa escena, se habría maravillado de cómo habían cambiado los tiempos desde que otra comisión, a pocos metros de distancia aunque muy lejana en el tiempo, la había acusado de todo tipo de delitos contra la religión y la había condenado. Su vida es una aventura apasionante.



Durante el reinado de Isabel I, el catolicismo inglés experimentó un grado de persecución que estaba destinado a asegurar la extirpación de la antigua fe. Sin embargo, las leyes anti católicas de Isabel tuvieron un efecto ambiguo sobre la población “recusante”, término éste utilizado para describir el delito de no cumplir con la ley adoptando la religión estatal, la Iglesia de Inglaterra. Entre 1581 y 1585, se aprobaron dos leyes con el intento de erradicar el catolicismo en suelo inglés: cualquiera que reconociera la autoridad de Roma o hubiera recibido la ordenación en el extranjero desde la llegada de la reina, sería considerado un traidor. También se convirtió en un delito penal escuchar misa o incluso ayudar a católicos conocidos.

Una joven con inquietud

En este contexto problemático nació Joan Ward en 1585 en Mulwith, cerca de Ripon; hija de una familia conocida por su dedicación a la antigua fe, su padre estuvo encarcelado por este motivo. En 1589 lograron salvarse de un incendio que arrasó la casa familiar y por ello el cambio de domicilio para evitar la represión por ser católicos marcó sus años de infancia. De los cinco a los diez años vivió con sus abuelos maternos en su hacienda de Ploughland Hall, cerca de la localidad de Welwick, al este de Yorkshire. Su abuela, Lady Úrsula, había pasado en la cárcel catorce años por confesar su fe valientemente. Era una mujer de temple espiritual extraordinario que dejó en la nieta una huella imborrable.

En 1599, se trasladó a Osgodby cerca de Selby a casa de Sir Ralph Babthorpe, donde vivió unos 6 años. Rechazó varias propuestas de matrimonio, lo cual preocupaba a sus padres, pero ella iba madurando una opción diferente de vida. En 1606, como otros católicos que buscaban la vida religiosa, habiendo sido los conventos prohibidos en Inglaterra, tuvo que emigrar para entrar en el convento de las Clarisas en Saint-Omer, en la entonces Flandes española. Allí cambió su nombre por el de Mary. Profundamente sensible a los problemas de su pueblo, al año siguiente dejó el convento para iniciar una nueva fundación de la orden para vocaciones inglesas, convento que todavía existe en la actualidad en Darlington, Yorkshire, después del traslado a Inglaterra que realizaron huyendo del la revolución Francesa y cuando la legislación anglicana ya se había suavizado.

Impronta ignaciana

Cinco años después de esta fundación, algo cambió su vida cuando recibió una revelación divina, que luego llamó su visión gloriosa, en la que sintió que Dios le pedía “tomar lo mismo de la Compañía”, que ella entendió se refería a la Compañía de Jesús; era llamada a vivir una vida parecida a la de los jesuitas y totalmente diferente a la de las monjas de su época.

Esta visión llevó a Mary a dejar el convento para fundar la Schola Beatae Mariae, la primera de más de una docena de casas dedicadas a la enseñanza de las niñas católicas y al trabajo misionero. Durante su estancia en Londres en 1609, conquistó a varias jóvenes aristocráticas, que se trasladaron con ella a Saint-Omer para vivir bajo su dirección.  La  adaptación  de la Compañía hecha por Ward era muy inusual, ya que estaba gobernada por mujeres, sin clausura y disponibles para el trabajo apostólico en todo el mundo, incluyendo el apoyo de los sacerdotes en la misión inglesa. El plan de Mary chocó a la vez con los pareceres de los jesuitas y de sus enemigos, incluso del gobierno inglés, que solía espiar a los exiliados de ese país, por lo que se encontraba entre varios fuegos y con pretensiones que parecían una novedad excesiva para sus contemporáneos.

El abandono de la clausura

Mary abrió casas de su nueva congregación en Lieja, Colonia, y Treveris, y ella misma se dedicó a la formación de las hermanas. Solicitó al papa Paulo V la fundación de su sociedad, que aplazó la decisión respondiendo a la comunidad invitándolas a adaptarse más exactamente al derecho de los religiosos. Esto porque el Papa Pío V (1566–1572) había declarado que los votos solemnes y la clausura papal eran esenciales para todas las comunidades de mujeres religiosas. El abandono de la clausura era el tema que más controversia causaba con las instituciones eclesiásticas, por eso en la casa de Lieja se produjo un movimiento para adoptar la clausura, que fue atajado por Mary sin llegar al enfrentamiento.

Escultura de la fundadora de las madres irlandesas, Mary Ward

Escultura de la fundadora de las madres irlandesas, Mary Ward

Ya en 1615, se había consultado a los teólogos jesuitas Francisco Suárez y Leonardus Lessius sobre el nuevo instituto; Mientras Lessius sostuvo que la autorización episcopal local bastaba para convertirlo en un instituto religioso, mientras que Suárez sostenía que no habiendo precedentes en el caso de las mujeres, requería la aprobación de la Santa Sede.

Sectores molestos

Las dificultades que Ward encontró se debieron principalmente a esta decisión, cuando solicitó permiso a la Santa Sede para expandir su instituto en Flandes, Baviera, Austria e Italia. El día 21 de octubre de 1621 sale de Lieja con destino a Roma donde llegó el 24 de diciembre con la finalidad de presentar al papa Gregorio XV el proyecto de su instituto en el que no estaba contemplada la clausura. La curia y el general de los jesuitas, acogieron a Mary en una atmósfera cordial, pero las acusaciones del clero secular inglés, molestos por una fundación femenina de carácter jesuita, retrasaron las decisiones papales. En el tiempo de espera a la respuesta, fundó colegios en Italia: en Roma en 1622, en Nápoles en 1623, y en Perugia en 1624. Gregorio XV muere en 1623 y siendo sustituido por Urbano VIII, Mary consiguió entrevistarse con él al año siguiente, con un resultado que ella misma describe como “poco alentador para quien no tuviera su esperanza fundada totalmente en Dios”.

Representantes del clero inglés habían empezado a denominar a las seguidoras de Mary como “jesuitesas” y “hermanas a galope”, expresiones que junto a murmuraciones de todo tipo se extendieron por Roma después de que éstos presentaran un memorándum en su contra al Papa. En 1625 Urbano VIII, influido por los enemigos de Ward, ordenó el cierre de las casas del instituto en Italia. Este hecho fue el resultado de la comisión de cuatro cardenales que trataron la petición de Mary, los cuales recalcaron que no era posible crear una congregación femenina sin clausura. Cuando abandona Roma en 1626, lo hace con la convicción de que son círculos muy influyentes los que se oponen a su proyecto.

Extinción papal

El golpe de gracia llegó en 1631 en con la firma de la carta Pastoralis Romani Pontificis por Urbano VIII, en la que el pontífice se expresaba del siguiente modo: “A fin de contener con más rigor tal audacia y para que estas plantas tan dañinas para la Iglesia de Dios no se extiendan más, hemos decretado que sean arrancadas de raíz… Decidimos y decretamos, con autoridad apostólica, que el estilo de vida y los estatutos de la congregación de mujeres y vírgenes de las llamadas “jesuitas” son nulos y sin valor desde el principio. Y para lograrlo, con esa misma autoridad, los suprimimos y extinguimos de raíz, por completo; los abolimos perpetuamente y los abrogamos, y ordenamos, en virtud de santa obediencia y bajo pena de excomunión, que estas personas vivan separadas unas de otras, fuera de los colegios y casas donde han vivido hasta ahora”.

Todas las fundaciones de Mary fueron disueltas y ella misma fue mandada encarcelar, a la vez que se le prohibía recibir los sacramentos, lo que le produjo grandísimo dolor. Maximiliano de Baviera, conmovido por tanta desgracia, obtuvo de Roma una autorización para que pudiera vivir la prisión en Munich, irónicamente, en un monasterio como en el que había ingresado de joven, de clarisas, el Angerkloster. Se le prohibió escribir cartas y a las clarisas se les prohibió hablar con ella. Aún así, durante este tiempo Ward se comunicaba secretamente con los pocos que la apoyaban enviando cartas escritas en jugo de limón, cuyas palabras solo aparecían cuando el papel se calentaba. Hoy en día, se conservan veintitrés de estas frágiles cartas con jugo de limón.

Entrega cuestionada

Ella rechazaba las acusaciones de orgullo o ambición, y se negó a firmar la declaración de culpabilidad preparada por los inquisidores, argumentando que no había elegido su vocación por voluntad propia, sino que había sido elegida por Dios. Después de que la inquisición ratificara su condena por sospechosa de “hereje, cismática y rebelde a la Santa Sede”, Mary Ward escribió una declaración desde su prisión en Múnich: “Nunca he socavado la autoridad de la Santa Iglesia; al contrario, durante 26 años, con gran respeto tanto al Santo Padre como a la Santa Iglesia, y de la manera más honorable posible, he puesto mis frágiles esfuerzos y mi diligencia a su servicio, y esto, espero, por la misericordia de Dios y su benignidad, será tomado en cuenta en el momento y lugar adecuados”.

Fue acusada de los cargos que siglos antes habían presentado contra Juana de Arco. Cuando Urbano se enteró de que su salud se iba debilitando, ordenó su liberación y la convocó a Roma, donde llegó el 4 de marzo de 1632 y se le concedió rápidamente una audiencia papal. Arrojándose a los pies del Papa, declaró: “Santo Padre, no soy ni he sido hereje”, a lo que el Papa respondió: “Lo creemos, lo creemos”.

Un paso al frente

Pero el Papa Urbano VIII no revocó la Bula y aunque la Inquisición emitió una declaración de que ni Mary Ward ni sus compañeros eran culpables de ningún “pecado contra la fe de la Iglesia” ni de herejía, ella siguió viviendo bajo la sombra de la Inquisición. Nunca se le permitió ver las declaraciones escritas en su contra.

En consecuencia, la mayoría de las hermanas se vieron obligadas a abandonar sus comunidades y a reincorporarse a la vida secular o a otras órdenes religiosas. Sólo en Munich y Roma se permitió a un número limitado de ellas vivir juntas, aunque como mujeres laicas. Ward pasó el resto de su vida confinada en Roma, de donde no podía salir por mandato papal, solamente ya mayor se le permitió viajar a varios balnearios en Europa debido a su mala salud.

En 1637 fue finalmente autorizada a regresar a Inglaterra, donde llegó en 1639 y fundó casas en Londres y Heworth, cerca de York. Este último fue el primer convento fundado en Inglaterra desde la disolución de los monasterios en 1536. Ward permanecería allí, en un aparente fracaso, hasta su muerte el 30 de enero de 1645.

Reconciliación posterior

Después de su muerte, sus hermanas de comunidad pensaron que era mejor no enterrar su cuerpo cerca del centro de la ciudad  debido a los peligros de profanación. En su lugar, buscaron un lugar menos visible y encontraron una solución enterrándola en el cementerio de la Iglesia de Santo Tomás, en Osbaldwick, a poca distancia. Su congregación fue aprobada a nivel local en 1703, mientras que la Santa Sede no aprobó definitivamente su Instituto de la Santísima Virgen María hasta 1877. Y fue con la condición de que no apareciera el nombre de Mary Ward ni se fomentase en modo alguno su recuerdo.

Hubo que esperar a principios del siglo XX para que los aires cambiaran y fuera reconocida oficialmente como fundadora. Más recientemente, en 2003 la congregación tomó el nombre de “Congregatio Jesu”, después de recibir del padre general Pedro Arrupe las constituciones ignacianas adaptadas a las mujeres, según la voluntad de Mary Ward, que tanto luchó por ello.

En el año 2009 el Papa Benedicto XVI declaró la heroicidad de sus virtudes y le concedió el título de Venerable. Es un caso entre muchos en los que la historia arregla los desaguisados que puede provocar el celo excesivo de algunos.