La época del desencantamiento del mundo


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¿Vivimos una época posreligiosa? ¿El ocaso de la religión es irreversible? ¿Se ha consumado el desencantamiento del mundo profetizado por Max Weber? Adam Zagajewski comentaba en sus memorias, tituladas ‘Una leve exageración’, que sus colegas franceses le reprochaban que creyera en Dios, alegando que la fe era una niñería. Supuestamente, hemos alcanzado la madurez –al menos, en Occidente-, clausurando la etapa abierta por Platón, según el cual lo verdaderamente real es invisible.



Las ciencias empíricas nos han sacado de ese engaño, pero paradójicamente nos auguran que el universo avanza hacia un estado similar a la hipotética ‘Nada de la que surgimos’. La entropía no cesa de crecer y algún día las partículas se alejarán tanto entre sí que ya no interaccionarán entre ellas. Solo habrá frío y oscuridad. Los cristianos sostienen que ese escenario no es improbable, pero en ningún caso constituirá el fin de todo lo existente. Más allá de la inflación inicial y la entropía final, late un misterio que garantiza la continuidad de la vida bajo una forma desconocida. Ese misterio, al que llamamos Dios, se hizo visible con Cristo, demostrando que es una realidad personal y no una simple fuerza mecánica, como el Nous de Anaxágoras. Esta afirmación provoca hoy las mismas burlas que sufrió san Pablo cuando se dirigió al Areópago. No deben preocuparnos esas reacciones. Como escribe Jean-Luc Marion en El ídolo y la distancia, “el rigor de nuestro discurso solo se verificará, en cierto sentido, por medio de su fracaso”. Lo cierto es que alguien escuchó y creyó a san Pablo cuando explicó que venía a anunciar a ese Dios desconocido al que se homenajeaba en templos y altares. Así lo demuestra la historia posterior. Durante dos mil años, Europa fue cristiana.

Nuestro continente forjó su identidad combinando la herencia de Grecia, Roma y Jerusalén. Las enseñanzas del cristianismo inspiraron su perspectiva moral, regulando durante siglos la convivencia y fundamentando las leyes. ¿Por qué nos hemos alejado de ellas? ¿Queda algo de ese legado? ¿Pervive alguna forma de religiosidad en nuestros días? A partir de Descartes, Europa puso bajo sospecha lo espiritual, apuntando que la materia (res extensa) tal vez era lo único real. La Ilustración agudizó esa sospecha, incitando a los dioses a partir al exilio. No podemos recriminar su hostilidad a la religión, pues en su tiempo las iglesias habían establecido connivencias indeseables con el poder político, postergando en muchos casos su labor evangélica. El positivismo, el marxismo, el existencialismo y el psicoanálisis culminaron la obra iniciada por el cartesianismo, asimilando el cosmos a una máquina o un gigantesco organismo. Nietzsche expidió el acta que certificaba la muerte de Dios, reduciendo el ser a voluntad de poder. Lo sobrenatural inició su destierro, pero su lugar fue ocupado por los ídolos: Eros, la Revolución, la Raza. Nuestro tiempo rinde culto a la Nada, otro ídolo. Solo existe el instante y siempre está punto de desvanecerse. La vida es un teatro de sombras, un escenario ocupado por fantasmas. El resto es silencio, pero no un silencio fructífero, semejante al de un poeta buscando una palabra o al de un monje en su celda, sino al silencio banal de un sótano deshabitado.

Amor, fraternidad, comunión, misericordia

Siguen existiendo iglesias y personas que acuden a ellas, pero la concurrencia cada día es menor y todo indica que el número de fieles continuará descendiendo. ¿Desaparecerá entonces la experiencia religiosa o sobrevivirá de algún modo? En Europa, se ha producido un cambio irreversible. La religión ya no administra la vida comunitaria y las pautas morales ya no se basan en sus valores. Pese a ello, la llama de lo sagrado pervive en el interior de las conciencias, que intuitivamente deducen que la inagotable diversidad de lo existente comporta algo invisible, una alteridad radical e infinita. El desprestigio de las iglesias cristianas ha provocado que en Occidente muchos vuelvan la cabeza hacia las distintas formas de espiritualidad oriental (budismo, taoísmo). La ausencia de una ortodoxia rígida y la proliferación de fórmulas poéticas han favorecido la simpatía hacia esa alternativa. Este fenómeno pone de manifiesto la sed espiritual de unas sociedades reacias al estrecho horizonte del materialismo. El problema de la espiritualidad oriental es que está orientada fundamentalmente a la búsqueda de la paz interior. El príncipe Siddhartha contempla, medita, ayuna. Es una imagen que transmite serenidad y plantea un ideal de vida nada desdeñable. En cambio, Cristo grita, suda, llora, titubea, conoce el desamparo. En vez de ayunar prefiere sentarse a la mesa, hablar ruidosamente y compartir el pan y el vino. Para el budismo, el otro es algo lejano. Hay que respetar su vida, pero evitando un apego excesivo, ya que los afectos conspiran contra la serenidad. Para el cristianismo, el otro es el lugar donde se manifiesta el misterio de lo sobrenatural y hay que amarle tanto como Cristo nos amó. El desapego es una forma de alejarse de Dios.

A pesar del éxito de la espiritualidad oriental, la cultura europea sigue situando los afectos –amor, fraternidad, comunión, misericordia- en el centro del sentimiento religioso. El filósofo judío Emmanuel Lévinas sostiene que “Dios viene a la idea” cuando nos topamos con el desamparo ajeno y experimentamos la necesidad de aplacarlo. Dios también viene a la idea al contemplar la naturaleza o una obra de arte. Nuestra capacidad de apreciar la belleza es un signo de trascendencia. No puede explicarse solo por el efecto que nos producen las simetrías, los contrastes, las diferencias. La emoción estética no es meramente formal. Notamos que nos dice algo esencial sobre el ser. Introduce una fractura en lo visible y crea una apertura. El arte es la presencia de la ausencia, una teofanía, un lenguaje fronterizo entre la Tierra y el Cielo. Cuando los dioses son arrojados del mundo, cuando se vuelven insignificantes para la mayoría, es el propio mundo el que nos revela la profundidad del ser, su inequívoca trascendencia. Platón se equivocaba al desdeñar las apariencias. La belleza de la música, el patetismo de un poema, la majestuosidad del océano no son simples fenómenos, sino ecos del infinito.

El ser humano nunca dejará de interrogarse sobre el ser y la nada, lo finito y lo imperecedero, lo sensible y lo inteligible. Quizás ya no lo haga por los cauces de los siglos anteriores, pero las preguntas persistirán. La inquietud religiosa es un aspecto esencial de la condición humana. Forma parte de nuestra estructura antropológica. Es absurdo pretender que se puede restaurar el viejo orden religioso de la Europa cristiana, como anhelan los fundamentalistas. La historia ha tomado otra dirección y esa época no volverá. Y está bien que sea así, pues la muerte de Dios es una etapa más en la revelación de Dios. No ha muerto Dios, sino el ídolo que habíamos fabricado. Dios se manifestó como debilidad y lo convertimos en rey, olvidando que murió como un esclavo, desnudo y sin un sepulcro en el que yacer. Sin José de Arimatea, habría acabado en una fosa común. Todo eso no significa que sea impotente. Si lo fuera, no habría esperanza para nosotros.

El Dios que nos queda después de la caída del ídolo que habíamos levantado en su lugar es el Dios que asumió nuestra fragilidad y salió a nuestro encuentro. El Dios que nos escucha y acompaña, habitando un tramo de la historia. El que muere de forma ignominiosa por su beligerancia contra el odio y la injustica. El que resucita para reparar el dolor de las víctimas inocentes y preservar cada existencia humana. El que no quiere estar asociado a lo arcano y terrible, sino a lo próximo y afable. El que no quiere siervos, sino amigos. El que nos pide que seamos libres. No miremos hacia atrás, lamentando que la Iglesia haya perdido su poder terrenal. El tradicionalismo es una vía muerta. Dirijamos nuestra mirada hacia el futuro e intentemos que la crisis de fe de nuestro tiempo sea la semilla de una nueva sensibilidad religiosa, donde el amor y la esperanza reemplacen definitivamente a los ídolos.