Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Entre Bob Esponja y el papa Francisco


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Pasar unos días por Bilbao visitando a la familia es una costumbre obligada durante el verano. Es el tiempo para ejercer de hija, de hermana y de tía, especialmente de esto último, porque la distancia geográfica hace que una no pueda estar presente en el día a día de estos enanos, que crecen casi por minutos. Estar con niños pequeños hace que a una le salga la vena más infantil y no hay ningún reparo en tener diálogos absurdos, ver con ellos Bob Esponja, montar juguetes o tirarse por el suelo si hace falta. Creo que, a quienes van a mis charlas y tienen que aguantar esas presentaciones que me hacen parecer una teóloga seria e importante, se les caerían los palos del sombrajo y se llevarían una desilusión bastante considerable si me vieran estar con mis sobrinos pequeños.



¿Qué significa mantener la dignidad?

Quizá la cuestión es que nos hemos construido una imagen bastante poco ajustada de qué significa mantener la dignidad y comportarnos como adultos, sin tener en cuenta que querer y cuidar implica reconocernos a la misma altura del otro, porque es imposible que exista encuentro, abrazo y cariño si nos empeñamos en mantenernos en unas formas que nos distancian y alejan. Posiblemente este es uno de los gestos con los que me quedo, no solo de mi paso por Bilbao, sino también del viaje del papa Francisco a Canadá. La reconciliación pasa por acercarse, reconocer la responsabilidad institucional de quienes hicieron daño en el nombre del Evangelio, acoger y valorar la riqueza de otras culturas y buscar sanar el dolor de tantos.

Amar implica estar cerca, muy cerca, aunque eso implique ponerse al día de los dibujos animados o hacer carreras por la calle con mi sobrino de cuatro años. De modo similar, nunca podrán amar quienes se creen tan dignos como para considerar que pedir perdón es una humillación. También Pedro se escandalizó de la manera de amar del Maestro en la última cena, pues le pareció un gesto indigno y humillante que se pusiera a los pies de sus discípulos y se los lavara. La diferencia es que el bueno de Pedro entendió que ese “¡no me lavarás los pies jamás!” que le dijo al Señor (Jn 13,8) le cerraba al mismo Dios. Porque, igual que quien se aferra a su condición adulta no puede disfrutar de los niños, quién no acoge el abajarse del amor y se escandaliza por ello no tiene parte con Jesucristo (cf. Jn 13,9).