Decíamos ayer…


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Después de varios meses de ausencia, vuelvo a las páginas, siempre cálidas, de Vida Nueva. Pido disculpas por utilizar la famosa expresión de fray Luis de León, pero realmente tengo la impresión de que no ha pasado tanto tiempo. No se me ocurre mejor forma de reanudar esta cita semanal que reflexionar sobre el devenir. Solemos olvidar lo que nos enseñó Rilke en un famoso poema: “El paso del tiempo / no es más que pequeñez / en lo eternamente perdurable”. Apenas comprendemos qué es el tiempo, pero nuestras vidas discurren por su cauce imparable. Nacemos, envejecemos y morimos, pero no somos eso tan solo. Estamos vinculados a un antes y un después. Somos hijos de todo lo que nos precede y padres de todo lo que vendrá después. Nuestra existencia es un eslabón de una interminable cadena y no hay vidas insignificantes o superfluas. Todas aportan algo, menos las que dejan un rastro de dolor y desesperanza. Esas solo restan.



Durante estos meses de ausencia, he pensado mucho en el tiempo, quizás porque ya no soy joven y he acumulado grandes pérdidas. Mis hermanos y mis padres ya no están en este mundo o están de otra manera. Son algo más que un recuerdo. Al menos para mí. Todo lo que compartí con ellos constituye una inspiración. En la Grecia clásica, se presumía que los difuntos seguían circulando entre los vivos, influyendo en los acontecimientos. Podían ser una presencia benévola o una sombra acusadora, como sucedería más tarde con la del padre de Hamlet. En la Inglaterra isabelina, cristiana y renovada por el espíritu renacentista, persistían ciertos mitos arcaicos, tal vez porque el pensamiento racional no agota la realidad. Los que tenemos fe, un escándalo para nuestra época, también creemos que los difuntos siguen a nuestro lado. El tiempo no es una escoba que lo borra todo.

Las manos de mi madre, que siempre desprendían olor a colonia, continúan vivas en los objetos que buscaron su compañía: un anillo con una piedra blanca, un rosario con cuentas de nácar, las flores de Pascua que compraba todos los años al llegar la Navidad para colocarlas al lado de un Misterio, tres figuras de madera policromada que han viajado por el tiempo, pasando de generación en generación. Las manos de mi padre viven en los libros que me dejó, una vasta biblioteca que me abrió los ojos a incontables maravillas, inapreciables para los que –incomprensiblemente– rehúyen la aventura de leer. Cada vez que abro un libro y descubro las anotaciones de mi padre, un escritor olvidado, cambio de perspectiva, intentando leer como lo haría él, con la mente alerta, siempre a la caza de una idea esclarecedora o un hallazgo lingüístico. Su caligrafía me ayuda a recordar el tacto de sus manos. Maestro, periodista, bibliófilo, su piel no conoció la aspereza de los hombres que trabajan al aire libre, pero tampoco eran manos blandas e inexpresivas. No muy grandes, pero poseían el vigor y el entusiasmo que mostraba mi padre en todo lo que hacía. A pesar de la Guerra Civil, que le reveló la ferocidad del hombre con el hombre, nunca perdió la esperanza y la ilusión. El niño que todos llevamos dentro siempre estuvo muy vivo en su interior. Como Borges, puedo decir que el mayor acontecimiento de mi vida ha sido la biblioteca de mi padre. Allí aprendí a leer, soñar, fantasear, especular. Me enamoré de las palabras y descubrí que siempre me acompañarían. Silenciosamente, con discreción, pero con una tenacidad que a veces no encontramos en las personas. Un libro no es una huida de la realidad, sino una de las formas más profundas de encontrarse con el mundo.

Un nuevo brote de vida

La muerte nos parece injusta, pero sin ella la historia se paralizaría. Cada generación es un nuevo brote de vida, un soplo de frescura. La inmortalidad sobre la Tierra se parecería a lo que nos cuenta Jonathan Swift en ‘Los viajes de Gulliver’: una caída, un descenso hacia lo bestial, inhumano e indiferenciado. La inmortalidad que augura el cristianismo no es una prolongación de nuestra existencia terrenal, sino una nueva vida, algo totalmente diferente que apenas podemos imaginar, pero donde sobrevive la persona, con sus llagas –como apunta Javier Gomá- y sus proyectos interrumpidos –como afirma Julián Marías–. Nuestra dimensión temporal no es una maldición, sino la oportunidad de adquirir una identidad. Sin la mortalidad, nunca seríamos hombres, sino criaturas amorfas. Disponer de un tiempo limitado nos obliga a ser cuidadosos con el pasado y el porvenir. La tradición, una palabra incomprendida, no es sinónimo de inmovilismo, sino de pasado vivo. Cuidar la tradición implica conocer y aprovechar sus enseñanzas. No es menos importante el porvenir. Debemos abrir paso al futuro, desbrozar el camino para los que ocuparán nuestro lugar. Eso sí, sin la expectativa de la trascendencia todo se vuelve absurdo. Si Dios solo es una ilusión, si aguardar la eternidad es tan inútil como esperar a Godot, todo se borrará y será indiferente haber existido o no. Ya he apuntado que la vida nueva que nos profetiza el cristianismo no es una mera repetición de nuestra rutina biológica, pero me cuesta trabajo creer que los logros del espíritu puedan desvanecerse. El pensador británico Roger Scruton sostiene que “la música es el ejemplo perfecto de algo que está en este mundo pero que no es de este mundo”. Pienso que el Bien y la Belleza son los puentes que comunican nuestra vida terrenal con eso que llamaos cielo y que tal vez sería más correcto designar como plenitud.

“Decíamos ayer…” no es una expresión que pertenezca exclusivamente al famoso fraile, teólogo y poeta agustino, sino a todos los que conciben el tiempo como una totalidad viva y no como una sucesión de instantes efímeros. Einstein afirmaba que el tiempo es una ilusión. Todas sus dimensiones existen simultáneamente, pero nosotros solo percibimos lo inmediato, confundiéndolo con lo único real. Volver a estas páginas me obligará a pensar sobre algo que nuestra época ha descuidado: la eternidad. San Pablo sostenía que si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe. Si Cristo murió del todo, los cristianos somos los hombres más desdichados, pero yo creo que Cristo sigue vivo. Las pérdidas arden, como apuntó Antonio Gamoneda; chisporrotean como puntos de luz en una vasta oscuridad. No son meras oquedades. La vida vibra como un eco, uniendo el pasado con el futuro y sellando las grietas que nos confinan en un pequeño rincón del tiempo. El presente se vuelve ininteligible cuando lo observamos como algo aislado. Para comprenderlo, hay que alejarse un poco y advertir que la realidad no es un conjunto de notas, sino una sinfonía. Cristo vivo es la garantía de que el tiempo no es Cronos, devorando a sus hijos, sino un campo fértil donde prospera la vida.

Escribir semanalmente me ayudará a mantener la mirada en lo esencial: el hombre no es un ser para la muerte, sino una historia que no se acaba, un quehacer interminable, un luz que parpadea sin descanso. Como escribió Julián Marías, un gran maestro, “la preocupación por este mundo es esencial, pero para el cristiano lo que cuenta es el destino total del hombre, en sus dos partes inseparables”. Cedo la última palabra a Rilke, pues la poesía –como apunto Heidegger– es el espacio donde mora la verdad: “… Solo es capaz de consagrarnos / lo que permanece”. Busquemos “lo que permanece” y no nos dejemos anonadar por lo banal o por el vértigo que nos produce la incesante renovación de la vida. La semilla tiene que morir para dar fruto.