Iglesia y política, ¿alineada o neutral?

(Vida Nueva) Que se asocie a la Iglesia con unas determinadas siglas políticas puede acabarle pasando factura a su credibilidad e imagen, pero ¿también a su libertad? Un profesor de Ciencia Política y un periodista ofrecen esta semana en Vida Nueva su enfoque en torno a este asunto.

El juego democrático exige neutralidad e independencia

(Jordi Sànchez i Picanyol– Profesor de Ciencia Política y director de la Fundación Jaume Bofill) La relación entre los partidos políticos y la Iglesia es un debate que se remonta a los inicios de la configuración de los sistemas de partidos de nuestras democracias, allá por los finales del siglo XIX e inicios del XX. Sin ir más lejos, la democracia cristiana, que ha jugado un papel tan importante en la vida política europea, es el ejemplo más claro de la voluntad de un sector mayoritario de la Iglesia de tener una incidencia en la gobernabilidad de nuestras sociedades. En verdad, esta voluntad no fue exclusiva de la Iglesia católica. En el centro y el norte de Europa, sectores protestantes también organizaron partidos políticos con el mismo fin, y hoy día, en otras latitudes donde la democracia liberal empieza a andar tímidamente, han aparecido partidos islámicos, sin que necesariamente deban ser asociados con fundamentalistas. Pero todo esto -con excepción de las nuevas democracias- ocurrió hace ya bastantes décadas, en un momento donde las sociedades de reciente industrialización vivían unas convulsiones fuertes y donde la religión -especialmente la católica- no era, voluntaria o involuntariamente, ajena a esa tensión.

Esa relación de la Iglesia con una formación política se fue diluyendo, especialmente en la segunda mitad del siglo XX. La progresiva secularización de la vida social y política, la distensión social posterior al fin de la II Guerra Mundial y la renovación del Concilio Vaticano II en los años 60, fueron, a mi entender, los factores clave para la nueva relación entre la Iglesia y la vida política. Y esto que es evidente en el conjunto de las democracias europeas, lo fue también en los inicios de la democracia española e incluso a finales de la transición. Una de las grandes virtudes de la transición fue, creo yo, la neutralidad que en referencia a los partidos políticos jugó la Iglesia, todo ello sin olvidar que en aquellos temas en los que la Iglesia tenía doctrina no renunció a influir y obtener resultados favorables a sus tesis.

Pero una cuestión es defender con mayor o menor insistencia y acierto determinadas propuestas que afectan a una determinada concepción de la vida y de la sociedad, y otra muy distinta es desarrollar una identificación con una fuerza política de tal magnitud que el resultado es la exclusión de las demás. El concepto de exclusión no debería ser leído en ningún caso como una insinuación de totalitarismo, sino como la descripción llana y simple de una lógica electoral, donde la preferencia lleva a la elección de un solo partido y la exclusión de los otros.

La alianza, aunque ésta sea implícita, con una única formación política es negar la posibilidad del pluralismo dentro de la propia Iglesia. Y negar el pluralismo es hoy, a inicios del siglo XXI, negar la misma realidad. A mi modo de ver, este tipo de estrategia limita más que fortalece a la Iglesia. Por un lado, al aparecer vinculada a una formación política, genera incomodidad con todos aquellos católicos que tienen otras preferencias. Por otro lado, no es evidente que gane en capacidad de negociación con las instituciones del Estado en aquellos temas centrales y nucleares para la doctrina de la institución. La cuestión no es la politización de la Iglesia, sino la partidización de su jerarquía o parte de ella. Mientras la politización o repolitización, entendida como la actuación comprometida con unos valores, es normal en un escenario de pluralismo como el nuestro, la partidización es romper la neutralidad que en mi opinión las organizaciones e instituciones que no forman parte del juego partidista no deberían romper si lo que aspiran es a integrar y representar muy amplios y transversales sectores de la sociedad.

Pero si todo esto es una reflexión desde la perspectiva de la Iglesia, no es menos cierto que se podría decir lo mismo desde la lógica de un partido político. Cualquier formación política que aspire hoy a gobernar sabe que no puede quedar sujeta a planteamientos que limiten la expansión de su electorado. Hoy es evidente que ni el liberalismo económico ni tan siquiera el conservadurismo político se pueden asociar con planteamientos religiosos. Los partidos, por lógica electoral, buscan romper moldes que impidan su crecimiento. Y es evidente que en una sociedad secularizada ni todos los conservadores y mucho menos los sectores liberales tienen porqué sentirse ni atraídos ni cómodos con los postulados de ninguna religión en concreto. Es a todas luces lógico que el PP busque dejar lastre de estos últimos años, entre otras cosas porque es posible pensar que los católicos que ya han votado al PP mayoritariamente lo seguirán haciendo (no hay de momento alternativa relevante, a no ser la abstención y partidos nacionalistas en Cataluña y Euskadi) y, por otro lado, aspiran a que otros sectores se sientan atraídos y no limitados por esa identificación con la Iglesia.

Mi conclusión: es bueno para el juego democrático y también para la Iglesia y el PP avanzar en una identificación mutua mucho más débil, menos determinante y mucho más independiente en sus actuaciones.

La Iglesia no debe alinearse con ningún partido político

(Rafael González R-Rojas– Periodista, ex director de ‘YA’) Tras el reciente congreso del Partido Popular (PP) en Valencia, han ido surgiendo manifestaciones de miembros de este partido en el sentido de que sería bueno para el PP que se desenganchara de las ataduras ideológicas que le unen a la Iglesia católica. A buenas horas. Desde hace mucho tiempo, amplios sectores del catolicismo más comprometido vienen solicitando eso mismo. No quieren que su Iglesia esté alineada con ningún partido político. La Iglesia tiene que estar por encima, impartiendo la luz del Evangelio, y quien desee iluminarse con ella que se ponga, en buena hora, bajo su haz, pero independientemente, sin compromiso, sin chalaneos, sin yo te doy y tú me das.

Precisamente, Benedicto XVI decía en abril pasado ante las Naciones Unidas que pertenece a la naturaleza de las religiones, libremente practicadas, que puedan entablar un diálogo de pensamiento y vida, sin subordinaciones a intereses políticos, ideológicos o partidistas. Y añadía que si en esta acción la esfera religiosa se mantiene separada de la acción política, se producirán grandes beneficios para las personas y las comunidades.

Casi en todos los países de Occidente parece que funciona satisfactoriamente esa fórmula. En España todavía no hemos alcanzado la madurez necesaria. Nos viene de siglos confundir el orden político con el religioso. Pero en los  25 ó 30 últimos años, nuestra sociedad se ha visto sometida a una transformación desbordante. Entre el Concilio Vaticano II y la llegada de la democracia no ha quedado títere con cabeza (o mejor, cabeza con títere). Pero, eso sí, entre los católicos el desbordamiento ha sido mayor que entre los que no lo son. El nuevo papel atribuido a la Teología, la corresponsabilidad del laicado, los problemas del control de natalidad, la nueva consideración de la sexualidad, incluso las transformaciones litúrgicas, han originado polémicas que conmueven el sólido edificio de las convicciones ancestrales, todo lo cual ha sustituido la “fe del carbonero” por la actitud crítica, conforme a la fórmula del cardenal Newman: “Creer es ser capaz de soportar la duda”.

Pues bien, esas dudas, en lo que a la vida política se refiere, se están planteando ahora como nunca en nuestra historia. ¿Seremos capaces de soportarlas? Me estoy refiriendo a esa especie de analogía que, según opinión generalizada, se da entre una concepción cristiana del orden social y el ideario político del Partido Popular. Se da o se daba. Lo digo porque últimamente el Partido Popular anda muy tibio en lo que se refiere a la defensa de la vida. Muchos temen que el PP haya abandonado el humanismo cristiano como inspiración básica de sus principios. Y, por tanto, podría llegar a acuerdos con la izquierda sobre el aborto y la eutanasia. Lo mismo cabría decir de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, en la que el PSOE tiene puestas todas sus complacencias. Según las noticias más recientes, el PP estaría dispuesto a proponer un pacto a los socialistas para mantener la asignatura, practicando una revisión consensuada de sus contenidos, cosa más que improbable que acepte el PSOE.

Y es que muchos creen que el Partido Popular es una especie de democracia cristina. Y no lo es ni puede serlo; el Concilio Vaticano II liquidó toda idea de que la Iglesia siguiera tomando parte en la gobernabilidad de los pueblos. Para evitar confusiones, ni la Iglesia ni los cristianos como tales pueden ya organizar partidos confesionales. Eso no quiere decir que los cristianos no puedan tomar parte activa en la vida pública. No sólo pueden, sino que deben. El Concilio recuerda que el Evangelio, lejos de apartar a los cristianos de la edificación del mundo, les impone el deber de hacerlo (GS 34, 3). Es decir que, consecuentemente con su fe, el cristiano debe cooperar al bien del país y a que las instituciones funcionen como deben funcionar según sus convicciones. Por tanto, los creyentes y sus líderes, los obispos, deben ser muy críticos con los partidos políticos que no gestionen honradamente el bien común. Sin distinciones, sean del partido que sean.

Así, pues, hará muy bien el Partido Popular de no cobijarse bajo la sombra de los obispos para crecer. La experiencia tiene demostrado que la identificación de los partidos con la Iglesia no sólo debilitó a la Iglesia, sino que desprestigió a los partidos. Pero tampoco los obispos, o algunos obispos, deben tratar de que el PP les proporcione ningún trato de favor para la obtención de influencias. Como dicen en La Mancha, “amigos, pero el borrico a la linde”.

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