María Fernández: carmelita descalza a los 54 años

María Fernández ingresó en el Monasterio de San José de las Carmelitas Descalzas, en Málaga,

Ni yo ni nadie pensaba que iba a acabar aquí, de monja, aunque tengo que reconocer que no ha sido el Señor el que ha tardado. La llamada siempre ha estado, pero yo no la respondía”, cuenta la granadina María Fernández cuando le pedimos que se presente, nada más recibirnos en el locutorio del monasterio malagueño dedicado a san José y que fundara originalmente el mismo san Juan de la Cruz.



En mi casa no éramos mucho de curas y monjas. Éramos creyentes, sí, pero ya está. Las monjas de mi colegio, que eran religiosas del Sagrado Corazón, me invitaron a plantearme más de una vez la vocación a la vida religiosa, pero a mí eso de que me empujaran me molestaba mucho”, explica.

Una vida acomodada

La vida de María era tranquila, acomodada. Salía con amigos y siempre le ha encantado viajar. Incluso se fue a París a estudiar. “Yo era de las de decir que sí a todo, y luego ya, si acaso, pensarlo. De jovencita estaba dispuesta a divertirme todo lo que podía”. Pero había un sí que se le resistía. “Al final, quedaba algo dentro de mí que me decía que no era completamente feliz”, afirma.

Aun así, seguía adelante con su vida. Ella era la encargada de la contabilidad familiar, pues sus hermanos estaban casados y era la única que podía hacerlo. A los 45 años, a la vuelta de un viaje con unas amigas al que fue también un jesuita conocido de ellas, le pidieron a este que pusiera a punto su fe y empezaron a hacerle preguntas.

Empezamos a hablar de todo y salió el tema de la vocación y la contemplación. Yo le hice muchas preguntas (siempre he hecho muchas preguntas), y es que quería enterarme de todo. Por aquella época leía a santa Teresa, a quien había visto en la serie protagonizada por Concha Velasco, y me decía que, si llegaba a ser monja, sería carmelita”, confiesa. “Pero vamos, que ni se me pasaba por la cabeza”.

El Señor siempre vuelve

Aquello quedó ahí y, uno o dos años después, la sensación que había notado siempre seguía ahí, y cada vez mayor. “Es curioso cómo el Señor siempre vuelve, siempre. Te va ofreciendo seguirle, y si le dices que no, se retira, porque respeta mucho tu libertad; pero a la próxima ocasión, ahí está de nuevo”.

María Fernández ingresó en el Monasterio de San José de las Carmelitas Descalzas, en Málaga,

María tuvo que admitirse a sí misma que, a pesar de tenerlo todo, no era feliz. “Fui de nuevo a hablar con este jesuita y le conté todo con detalle. Él me dijo que podía ser vocación, y yo le respondí que no estaba completamente segura. Tenía 51 años y, de alguna manera, estaba deseando que él me dijera que ya era tarde. Estaba convencidísima de que la oportunidad ya la había perdido. Qué sorpresa me llevé cuando me dijo que no, que él conocía un convento en Málaga en el que podía hacer una experiencia”.

El convento resultó ser el de las Carmelitas Descalzas de calle Don Rodrigo, en Málaga. María llegó a su puerta con 52 años y se fumó el que no sabía que iba a ser su último cigarrillo. “52 años… Soy lenta, como verán (ríe). Además, pensaba que aquello iba a ser imposible. Entre otras cosas porque fumaba como un carretero, hasta cuatro paquetes diarios en alguna época. ¿Cómo iba a dejar de fumar?”, recuerda.

Experiencia de un mes

María realizó su experiencia de un mes, y el resultado fue claro: “Me encantó. El convento, la pobreza, la luz que tenía, el estilo de sencillez de la comunidad… Sentí que era lo mío, realmente. Una de las primeras cosas que pregunté fue: ‘¿Aquí se aburre una?’. Una hermana muy mayor, y recuerdo que, con el dedo en alto, me dijo al conocerme: ‘Mire usted, señora (aquello de señora me llegó al alma). Si viene aquí a buscar a Dios, será feliz. Si no, no’. Hoy llevo 29 años y te puedo asegurar que ni un solo minuto me he aburrido”.

El jesuita que la había invitado a realizar la experiencia fue quien la recogió para llevarla a casa. “Me preguntó cómo me había ido y le dije que era lo mío, pero no podía entrar porque vivía con mi madre y no podía dejarla sola siendo tan mayor”, confiesa María.

Volvió a su vida tratando de olvidarse de aquello, convencida de que Dios no iba a pedirle que dejara a su madre. Recuerda que el jesuita la retaba diciéndole: “¡Qué sabrás tú lo que Dios puede pedir!”. En los dos años que siguieron, su madre fue dándose cuenta de que aquello era irremediable, y se decía que, si se iba, era perder a su hija para siempre.

Un vivir a medias

Aquello le dificultaba mucho dar el paso, hasta que llegó el momento: “Me dije que ya no podía seguir así, porque era un vivir a medias. Tenía la sensación de que mi vida era como una carretera llena de baches y curvas. Y cuando no pude más, le dije a Jesús: ‘Aquí tienes a mi madre, dime qué quieres que haga’. Entonces tuve la sensación de que esa carretera desaparecía y tenía ante mí una autopista. Desde ese momento, fuera cual fuera el bache, yo no lo notaba. Dios quitó todos los obstáculos, y yo era feliz”.

María afrontó la decisión por fin, que compartió con su familia, con su amigo jesuita y todos sus conocidos. Sus hermanos asumieron, con mucha generosidad, el cuidado de su madre, y ella, aunque seguía enfadada por la decisión de su hija, la acompañó a comprarse lo necesario para entrar en el convento, como había hecho con el resto de los hermanos al salir de casa. María avisó a la priora y le dijo que, si en unos meses todo seguía igual, ingresaría.

“Como ves, mi historia, al estilo normal, creo que no fue. A mi madre la cara de enfado no se le quitó hasta pasado un tiempo”, recuerda. Pero luego, como añade entre risas, “ya estaba encantada y, cuando llamaba, me decía que, si yo no podía hablar, le pasara a otra de las hermanas, que le daba igual”.

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