¿Víctimas de quién?

Crisologo

“Es muy del espíritu de nuestra época arremeter contra las instituciones”

Se ha vuelto habitual el acusar a la Iglesia de cuanto sucede en la humanidad. Y los señalamientos se hacen a veces desde el mismo interior de la Iglesia, no siendo siempre claro el objetivo de los mismos. Y son acusaciones que tienen un espejo retrovisor increíble, con mira telescópica y en ocasiones microscópica. Y de posibles errores de hace 500 o más años tendrían que pedir perdón personas de ahora, como si fueran herederos o cosa parecida. Además, las condenas a la Iglesia suelen tener un carácter apriorístico que siembran más dudas sobre los acusadores que sobre la acusada.

Es muy cierto que personas que pertenecen a la Iglesia por el Bautismo han cometido graves errores y hasta delitos. Pero es muy difícil, por no decir imposible, afirmar que la Iglesia se propuso o manda a sus fieles o dirigentes a cometer acciones delictuosas. A quien lea las constituciones de la Iglesia, las enseñanzas pontificias y de los concilios y sínodos, las pastorales de los obispos en el ancho mundo, quien mire una cartelera parroquial o el que examine la programación de un convento, lo último que se le podría ocurrir pensar es que está ante una organización delictiva. Ni más faltaba. Lo que sí podría preguntarse el observador es si todas las personas que están en estos ambientes están comprometidas a fondo con la misión propia o si entre ellas hay algunas que hacen exactamente lo contrario de lo que predican y esto es perfectamente posible. Pero un miembro de la Iglesia que sea llevado ante un tribunal nunca podría afirmar que fue obligado al delito o al error craso.

¿De quién son realmente víctimas las llamadas, por algunos, víctimas de la Iglesia? Juan Pablo II, por ejemplo, llamó traidores a los sacerdotes que tuvieron inconductas sexuales y traidores en primer lugar de la Iglesia que les confió un ministerio tan sublime y delicado. En la historia de la evangelización del mundo entero, a la par que hubo unos hombres y unas mujeres extraordinarios en el cumplimiento de esta noble misión, se dieron casos de algunos que tergiversaron todo por sus caprichos, codicias o perversidad, pero nunca por mandato de la Iglesia. Es muy del espíritu de nuestra época arremeter contra las instituciones cuando hay grandes heridas en las personas y con ello a la larga lo que se logra es ocultar la verdadera responsabilidad personal que hay en cada hecho delictuoso.

Es necesario ser muy precisos, especialmente dentro del ámbito eclesial, cuando se trata de estos temas complejos, porque de lo contrario se podría terminar dando un verdadero carácter de peligro público a la Iglesia. La Iglesia, como cuerpo de Cristo y comunidad creyente movida por el Espíritu Santo, no produce nunca víctimas. Miembros suyos, que se desvían en su moral y fe, sí lo han hecho y se hacen detestables desde todo punto de vista. La fe enseña y nada menos que dentro del Credo que la Iglesia es santa y esto es cierto pues es de Dios. Ni siquiera la traición de Judas permitió que alguien calificara a Jesús y sus apóstoles de fascinerosos o cosa parecida. A Judas sí lo llamaron traidor. Cabría al final pensar al revés: ¿De cuántos de sus hijos la Iglesia ha sido víctima?

Rafael de Brigard

Presbítero

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