Ha muerto, tras una sufrida enfermedad, un personaje singular: sacerdote, empresario, escritor, amigo de sus amigos, original, terco, activo en los suburbios y presente en las tertulias de empresarios. Estudió bachillerato en Indautxu, Bilbao, teología en el Seminario de Madrid y periodismo en la Complutense. Ordenado sacerdote por Eijo y Garay, ha desarrollado su ministerio coincidiendo con Morcillo, Tarancón, Suquía, Rouco, Osoro y Cobo.
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Inició su vida pastoral en Chinchón, un pueblo entonces poco conocido y menos visitado, en una casa en la que el párroco le indicó al llegar: “Este es su piso. Hay algún mueble y lo elemental para dormir y asearse, pero usted tendrá que poner el resto”. Buscando interesar y relacionarse con los jóvenes, escribió de un tirón ‘La Pasión de Chinchón’, con el fin de que resultase revulsiva y atractiva para ellos. Aquella intuición se convirtió, inmediatamente, en una herramienta pastoral atractiva y eficaz hasta nuestros días.
Allí encontró y albergó a unos muchachos de 15 a 17 años, muletillas tirados en la calle, a los que ayudó y acompañó junto a otros hasta su muerte. Con ellos pasó a su segundo destino, Carabaña, y luego a Entrevías, en 1965, a una parroquia cercana a la del P. Llanos, donde se encontró también con el P. Díez-Alegría, con Paco Fernández Ordóñez, Joaquín Almunia y otros inquietos universitarios o políticos con quienes ha mantenido relación a lo largo de los años. Vida, pues, de profunda inquietud pastoral, centrada a menudo en marginados y contestatarios de diversa índole.
30 años sabáticos
Años más tarde, pidió al cardenal Tarancón un año sabático para encontrar medios y acomodo definitivo para sus jóvenes. Ese año se convirtió en treinta, durante los que se fueron creando empresas que daban trabajo, y consiguió aliviar la economía de su albergue y proporcionar trabajo y vida normal para sus muchachos.
En la última parte de su vida, pidió una parroquia al cardenal Rouco y este le ofreció un terreno baldío en una zona donde se construiría en el futuro una gran urbanización. Contra todo pronóstico, Luis levantó un espléndido edificio para la parroquia y un colegio para dos mil alumnos.
En sus ratos libres escribió algunas novelas muy leídas –de aventuras, historia y espiritualidad–, mostrando así su ingenio y su profundo sentido religioso.
El lema de su ordenación marcó sus programas y sus preocupaciones por quienes trabajaban en sus iniciativas: “Dios es amor. Amar es servir”. Precioso ideario para quien vive convencido de que Cristo nos pide darnos a los demás como Él se nos ha dado. Soy consciente de ello por lo mucho que de esta exigencia hemos conversado y por la seguridad de que su vocación sacerdotal fue por ella motivada.
Supo rodearse de un equipo espléndido de personas, generalmente identificadas con sus ilusiones, de forma que, aunque dedicó mucho tiempo a las preocupaciones propias de los negocios –a menudo, complicados–, era muy consciente de que el Señor está siempre en medio de la cotidianidad, en los afanes de cada día, en los proyectos que quieren mejorar la sociedad.
Atento y solícito
Centrado en el rostro misericordioso de Dios siempre Padre y en el abrazo de los creyentes a los más débiles y vulnerables, Luis Lezama, que trataba tan a menudo con los poderosos, nunca olvidó a los pobres, desvalidos, enfermos y en condiciones difíciles. No era la Madre Teresa, pero siempre se mantuvo atento y solícito con quienes se acercaban para abrirse, dialogar y comentar con él de tantas maneras.
De hecho, el Alabardero no era solo un restaurante, sino también un lugar de encuentro, en el que aparecían con frecuencia políticos, empresarios, universitarios, eclesiásticos de toda clase y gourmets con el aliciente de encontrar un maître que era además cura. Se reunían para gustar de la buena cocina y las mejores conversaciones. El rey Juan Carlos tenía su reservado; Felipe González, que asistió al funeral, su mesa; y tantos otros, su rincón, incluyendo a artistas como Sara Baras, Plácido Domingo –presente plenamente conmocionado en el funeral de Madrid–, o Julio Iglesias. La historia del Alabardero es también un poco historia de la Transición en su sentido más dialogante y cultural.
Resumiendo, este sacerdote peculiar y atractivo desarrolló su labor pastoral de forma inclusiva, consciente de que un sacerdote concilia la presencia activa social con su labor pastoral, favoreciendo el diálogo constructivo entre instituciones, sensibilidades y movimientos sociales con fidelidad al Evangelio.