Tribuna

La tristeza de prohibir

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Qué triste tiene que ser la vida que se vive para prohibir. Qué tristeza más grande no tener en el horizonte más que la palabra ‘prohibir’. Qué triste destino creer que uno es más cuanto más prohíbe… ¡Qué pena!



Uno de los lemas de la Revolución de Mayo del 68, fue ‘prohibido prohibir’, pero, como era algo revolucionario, mejor olvidarlo que analizar algunas de las consecuencias que tiene prohibir.

En la Iglesia se ha prohibido mucho. Según épocas se prohibían unas cosas u otras. Muchas prohibiciones han tenido que ver con el sexo y la sexualidad sin ser conscientes –o sí– de la culpabilidad que se creaba y lo fácil que era, a partir de ella, abusar espiritualmente de muchas personas; también se prohibía sobre qué se comía, que se veía, qué se leía…

Sin embargo, la prohibición más grave es la que impidió enseñar a muchos teólogos (en aquel momento eran solo varones) al impedirles investigar, exponer, comunicar, escribir, y compartir su reflexión para evitar, en la mayoría de las ocasiones, que sus alumnos o formandos, tuvieran opinión propia y espíritu crítico. Por lo visto, se pensó que mejor tener perfiles en serie que personas originales con capacidades diferentes y, sobre todo, capaces de pensar por sí mismas.

Senal De Prohibido1

Las consecuencias, además de la cantidad de estudiantes a los que se privó de una buena formación es que, ahora, no tenemos herederos –con criterio propio– de aquellos grandes pensadores que sean capaces de seguir sus investigaciones, sus intuiciones, incluso sus errores y desde ellos repensar y seguir avanzando y, así, poder seguir creciendo.

Prohibir no puede ser el centro de la vida, a no ser que se tenga verdadero deseo de cometer abusos de poder bajo esa forma. Porque, por ejemplo, prohibir que algunas personas puedan ser escuchadas por otras para ayudarlas, no deja de ser una forma de abuso de poder además de la manifestación de tener gran pobreza de espíritu. Además de la prohibición, está el negarle a esa persona el derecho a la buena fama y al buen nombre creando sobre ella una sospecha infundada, sin haber cruzado con ella ni una sola palabra. Y esto hablando desde la óptica del abuso de poder, porque la opción de que sea por envidia, es todavía más pobre y preocupante.

Abuso de poder

Impedir que, a día de hoy, la sinodalidad se esté implementando en muchas diócesis –en otras ni se han acercado a ella– y mantener a los miembros de la comunidad diocesana bajo el yugo de quien se cree con derecho a dirigir sus vidas, y a decidir en solitario que se hace y que no, es abuso de poder. No olvidemos que la comunidad diocesana puede ser víctima de abuso de poder.

Conviene no olvidar que la transparencia, la rendición de cuentas, y la evaluación en la diócesis, formarán parte de los informes que se entreguen en el Vaticano cuando haya visita ‘ad limina’. Salvo que se encuentre alguna forma de ‘interpretarlos’ al transcribirlos, lo que solo confirmaría la práctica del abuso de poder.

Prohibido prohibir. Cincuenta y siete años después sigue siendo necesario recordarlo, además de aprender palabras nuevas: Admitir, consentir, permitir… En definitiva, disfrutar de la libertad de los hijos de Dios juntos, abandonando los criterios de superioridad y exclusividad que algunos de arrogan en la Iglesia, y que les hacen aparecer como lo que son, pobres seres que solo tienen cinco minutos de fama intentando, que quede claro, intentando hundir a los demás.

Qué triste tiene que ser la vida que se vive para prohibir. Qué tristeza más grande no tener en el horizonte más que la palabra ‘prohibir’. Qué triste destino creer que uno es más cuanto más prohíbe… ¡Qué pena! ¡Y qué ridículo!