Tribuna

La heterosexualidad de la verdad

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Cree a aquellos que buscan la verdad,
duda de los que la han encontrado.
André Gide

Quizá te suene la historia nietzscheana que comienza así: “¿No habéis oído hablar de ese loco que encendió un farol en pleno día y corrió al mercado gritando sin cesar: ‘¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!’?”. ¿Quién en plenas facultades de su razón portaría una pequeña fuente de luz bajo el sol? Parece innecesaria. Sin embargo, ahí está, con su luz. Este es un símbolo de la verdad. Nos dice que la humanidad ha perdido su brújula, está desorientada. Ahora la verdad fragmentada se vende a trocitos en el mercado y cada uno escoge a conveniencia.



El relato continúa diciéndonos que muchos de los testigos de la escena no creen en Dios y se ríen del loco. Dios representa la metáfora de la verdad última. Hemos perdido un sentido compartido de la existencia del mundo y la realidad. La sucesión de preguntas que se hace el loco advierte, con gran expresividad poética, de las consecuencias que van a desencadenarse a raíz de este acontecimiento. ¿Acaso la humanidad será capaz de gestionar este cambio de paradigma?

Y entonces exclama ante un público perplejo: “¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!” ¿Cómo superar algo así? El loco del farol se da cuenta de que ha llegado demasiado pronto, los demás no comprenden la grandeza del acontecimiento. La humanidad se ha liberado de una carga impuesta, pero no es capaz de entender la magnitud de las consecuencias que traerá semejante cambio.

Sociedad líquida

La muerte de Dios anuncia los que serán postulados de la posmodernidad como el no-dualismo, el rechazo a una verdad y moral universales, el cuestionamiento de los viejos valores o la relación existente entre el lenguaje y el pensamiento y consecuente significación de las cosas.

El loco termina entonando un réquiem por el Dios muerto al Dios que jamás existió. Las iglesias ahora son panteones. Esta dramática interpretación expresa la claudicación ante el sinsentido de la existencia. Nos asomamos al abismo de la nada.

Podemos ver en el actual ateísmo, el concepto de posverdad, el consumismo e individualismo exacerbados o esa “sociedad líquida” que define el sociólogo Zygmunt Bauman, constataciones de lo que el filósofo alemán ya predijo en el siglo XIX. El nihilismo se presenta como el momento en que se pierde el fundamento y horizonte último de la existencia humana. La Iglesia católica, como institución, hará frente a esta corriente de pensamiento con una vehemencia sin precedentes pues, hasta entonces, no se había presentado una idea filosófica tan aparentemente contraria.

En la alegoría de la caverna de Platón la verdad se representa como la luz del Sol; eterna, inmutable, imparcial, objetiva, no manipulable. Para el cristianismo, Dios sería esa luz y se habría revelado definitivamente en Jesús, el Cristo. Conocer a Cristo es conocer la verdad.

Siglos más tarde, la filosofía moral de Tomás de Aquino (1225-1274) asienta algunos de los cimientos del pensamiento cristiano hasta nuestros días. Según él, una ley es “una prescripción de la razón, en orden al bien común, promulgada por aquel que tiene el cuidado de la comunidad”. En particular, la ley divina es la revelada en la Sagrada Escritura y la ley natural es «la participación de la ley eterna en la criatura racional». Es decir, hay una serie de principios morales presentes en la naturaleza creada por Dios que pueden ser conocidos mediante la razón. Esto nos permite distinguir el bien del mal. En Summa theologiae afirma que la perfección de cada cosa se entiende en orden a su propio fin. De modo que existen una verdad y un fin para todo predefinidos y la persona debe actuar de acuerdo con este fin. Lo contrario sería un acto desordenado y naturalmente pecaminoso.

Una moral universal

Immanuel Kant (1724-1804) establece una ley moral universal que toda persona debería respetar y cumplir. Si la Iglesia posee la verdad, se deduce que lo más razonable es que sea la que regule las normas. Friedrich Nietzsche (1844-1900), sin embargo, considerará cuestionable cualquier concepción absoluta o universal de la verdad. Para él, el cristianismo profesa una moral rígida, limitante y opresora. Cree que la Iglesia, como institución, trata de imponer algunos juicios que van contra la vida y además pretende someter a sus fieles cual rebaño a esos juicios.

La Biblia y el catecismo son probablemente las herramientas más importantes en las que la Iglesia se basará para rebatir al ateísmo nihilista y dictar cómo debe interpretarse la realidad. También formulará una serie de dogmas: verdades absolutas, definitivas, sempiternas e incuestionables. La sexualidad será uno de los ámbitos de mayor preocupación.

Desde comienzos del siglo XX se viene estudiando el fenómeno de la sexualidad al margen de la moral cristiana. La biología, la medicina, la antropología, la sociología o la psicología son ciencias que trabajan en la cuestión. Éstas han ido concluyendo cuestiones como que los actos homosexuales se dan en varias especies animales de forma natural, que la transexualidad no es una psicopatología o que la homosexualidad no es un trastorno mental.

La realidad LGTBIQ+ y la Iglesia

En fin, que la psicología del afecto, la atracción sexual y la identidad de género es compleja y diversa. Por este motivo se acuñan múltiples términos que permiten apreciar y describir esa riqueza. Es común el uso de las siglas LGTBIQ+ para denominar a este colectivo que algunos estudios estiman que representa en torno al 9% de la población mundial, también presentes en nuestra Iglesia.

Por su parte, al menos oficialmente, la Iglesia católica continúa en la actualidad cuestionando todas estas teorías. El jesuita Josep Baquer analiza en la pareja humana (2019). Biblia en mano, utiliza argumentos de Escritura cuya lectura hermenéutica – es decir, del contexto histórico social, cultural y literario en que fueron escritos los textos – es, cuanto menos, cuestionable.

Catecismo en mano, utiliza acríticamente argumentos basados en una filosofía con siglos de antigüedad que categoriza en bloques cerrados qué es ser mujer, qué es ser hombre y que la única forma de relación afectivo-sexual natural es entre una mujer y un hombre con el fin de procrear y bajo la bendición contractual de un matrimonio religioso. Todo lo que esté fuera de este esquema cerrado es desordenado, pecado, va contra natura y contra Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica dedica los números 2357 a 2359 a la cuestión de la homosexualidad. Habla en términos de depravación grave, actos intrínsecamente desordenados, contrarios a la ley natural. En el número 2360 ratifica que “la sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y de la mujer”.

Esta condena sin paliativos genera sufrimiento en quienes se identifican al mismo tiempo como creyentes cristianos y como parte del denominado colectivo LGTBIQ+. Esta es la moral cristiana que oprime a las personas. Este sería un ejemplo de imperativo moral que mata la vida según Nietzsche. “La heterosexualidad de la verdad”.

Me detengo en un último detalle del Catecismo. El número 2357 concluye diciendo que las relaciones homosexuales “no pueden recibir aprobación en ningún caso”. Esta orden categórica –relacionada con las más recientes resistencias a Fiducia Supplicans– sirve como muestra de una concepción particular del ejercicio del poder.

Sinsentido existencial

Eugenio Trías reflexiona sobre el concepto de la fuerza en su Meditación sobre el poder (1977) distinguiendo dos lógicas opuestas en la forma de aplicarla: el dominio y el poder. El dominio es la dinámica que no acepta la diferencia, la niega, trata de someterla. Desde esta perspectiva, quien ejerce la fuerza desde la lógica del dominio pretende negar la verdad del otro. Intenta excluirla o reducirla a su mínima expresión e incluso eliminarla. Nihilismo y dominio se dan la mano. Esta es la lógica que adopta, al menos, una parte del cristianismo. Es el modo de proceder de algunos obispos, sacerdotes y laicos cristianos con respecto a la sexualidad y otros temas que interpelan a su moral. Esto hace casi imposible cualquier diálogo auténtico y fructífero.

Esta lógica de dominio esencialista cree tan férreamente en la ley natural que acaba valiendo nada. Cae por su propio peso y acaba relegado a la irrelevancia para la sociedad posmoderna. El dios del fariseísmo cristiano, impositivo, de la ley por encima del ser humano, quizá merecía morir, a fin de cuentas. En oposición se encuentra el actual nihilismo dominante. Esa nada nos domina causando angustia en la gente. Experimentamos un sinsentido existencial.

¿No tendrá esto algo que ver con el alto índice de depresiones y crisis de ansiedad en la civilización occidental? La persona acaba fabricando becerros de oro que actúan de placebo. De esta situación surge otra forma de dogmatismo: la tecnolatría. Esta podría definirse como la creencia en que la ciencia y su tecnología nos salvarán. La abundancia material y la influencia social son grandes objetivos vitales e impera la dictadura de la felicidad. Debes ser feliz y si no lo eres, aparentarlo. El entretenimiento es uno de los sucedáneos de esta concepción de la felicidad. Nuestra vida está en manos de grandes empresas que conocen nuestros gustos e intereses y condicionan el modo en que se ha de ver la realidad – como antaño lo hacía la Iglesia jerárquica – a través de las redes sociales del mundo digital.

Según el teólogo Víctor Codina, “en el mundo moderno occidental, la cristiandad ha estallado en pedazos [como la lámpara del loco] y la Iglesia, lejos de ser un signo claro del Evangelio, constituye para muchos el mayor obstáculo para acceder al cristianismo” (El Espíritu sopla desde abajo, Cuaderno nº 235, Víctor Codina, Cristianisme i Justícia, noviembre 2023).
Existe un cristianismo que adopta un enfoque diferente al anteriormente descrito que, de acuerdo con la meditación de Trías, se basa en la lógica del poder. La fortaleza de su verdad radica en incorporar la diferencia. No niega ni trata de someter lo que para otro es verdadero y tampoco se limita a simplemente tolerarlo. La dinámica del poder afirma y escucha esa otra verdad e incluso la incorpora de alguna manera porque cree aporta algo nuevo y le permite reconstruir su propia verdad. Y en caso de no poder incorporarla, dirá Trías, al menos se hará responsable de custodiarla, no vaya a ser que en el futuro descubriera que era una verdad aprovechable que fue rechazada.

Es el caso de personas cristianas que encuentran en la diversidad sexual una verdad que ilumina la suya propia. Incluso, desde su fe, ven en ella un don de Dios. Esta actitud hunde sus raíces en la vida de Jesús de Nazaret y en la experiencia mística personal y colectiva.

Un encuentro transformador

Jesús vive un encuentro transformador cuando conoce a la mujer sirofenicia. Él creía que su misión era la de traer la Buena Noticia a su pueblo, Israel. Ella, comparándolo con las migajas sobrantes que un perro come de la comida de su dueño, le hace ver que el deseo de bien, el amor – síntesis definitiva del Evangelio – no puede ser excluyente en ningún caso. El mismo misterio de la Encarnación se muestra como una verdad revelada en un momento histórico concreto y por tanto es un concepto históricamente condicionado. Tanto la búsqueda de la verdad en Jesús como la idea de donación gratuita de Dios por amor contenida en el mensaje de la Encarnación nos abren al concepto de la verdad hermenéutica, como fuerza interpretativa.

Nietzsche menciona la insistencia de Jesús en la importancia de los casos singulares por encima de la ley establecida en abstracto. Es posible leer la vida y mensaje de Jesús de Nazaret como de alguien que fue propositivo desde una ética de la singularidad sin pretender limitar las acciones de los otros. Él aprendió de otras verdades y propuso una ética del amor – amar a Dios y amar al prójimo como a ti mismo – como fuerza creadora de vida, generadora de una cultura saludable para Nietzsche.

Ante la cuestión de la sexualidad, uno de los ámbitos privilegiados para el despliegue del amor, este Cristianismo Sirofenicio se deja interpelar por la realidad que lo rodea, trata de leer los signos de sus tiempos. Esta lectura la hace desde una mistagogía que pone en valor la experiencia subjetiva y en relación con el entorno. Eugenio Trías dice reconocer en sí, a poco que sea atento a su propio ser, un sustrato inagotable y casi inalcanzable, al Inmortal que podría llamar espíritu o alma, la esencia de la que participa. El teólogo del siglo XX Karl Rahner dirá que “el cristianismo del siglo XXI será místico o no será”.

El psicólogo Erich Fromm en El arte de amar (1959) define el amor como “la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos». Añade que «la práctica del arte de amar requiere la práctica de la fe”. Y distingue entre fe irracional, creencia que se basa en la sumisión, y la fe racional, que “es una convicción arraigada en la propia experiencia mental o afectiva”. Esta fe se cultiva a través de la práctica mística (meditación, contemplación, oración…). El cristianismo de fe racional y que destaca el mensaje de Jesús sobre el amor se entiende con Fromm y también con la capacidad de amar según Trías, que declara que “se es tanto más capaz de amar cuanto más capaz se sea de encuentro con la esencia propia inagotable, cuanto más arriesgado se sea en el ahondamiento de ese nunca agotado manantial que constituye el ser propio”. Y preguntándose por la esencia del poder se retrotrae a la pregunta por la esencia: “La esencia es el aroma de la cosa […] El aroma y el sabor de una cosa es, quizás, lo más secreto y lo más propio de una cosa, eso que solo se desvela a través de un acto de amor”.

Sería necesario seguir con Fromm y su miedo a la libertad (1947) para comprender por qué nos sometemos. Él mismo cita un texto de Julian Green que resume lo que trato de decir:

Sabía que nosotros significábamos poco en comparación con el universo, sabía que no éramos nada; pero el hecho de ser nada de una manera tan inconmensurable me parece, en cierto sentido, abrumador y a la vez alentador. Aquellos números, aquellas dimensiones más allá del alcance del pensamiento humano nos subyugan por completo. ¿Existe algo, sea lo que fuere, a lo que podamos aferramos? En medio de este caos de ilusiones en el que estamos sumergidos de cabeza, hay una sola cosa que se erige verdadera: el amor. Todo el resto es la nada, un espacio vacío. Nos asomamos al inmenso abismo negro. Y tenemos miedo.

Otro teólogo, Johann Baptist Metz, profundiza sumando a la ecuación el concepto de justicia. Dice que los cristianos han de ser místicos de ojos abiertos que “nos instan a sublevarnos contra el sinsentido del dolor inocente e injusto”, como el de las personas LGTBIQ+ que sufren en el seno de la Iglesia católica no solamente a pesar de ella sino, precisamente, por causa de ella.

Pienso que este cristianismo propositivo y escuchante, místico y amante, bien merece la pena cuidar y promover. Y creo que, a este Dios de la Vida y el Amor, valdría la pena dar una oportunidad. ¿Podremos resucitarlo?