Se solía decir que en nuestra persona habitan 3 juanes, el juan que digo, que muestro que soy, el juan que dicen que soy y el juan que soy. Así mismo se solía hablar de las 4 ventanas del Johari: la ventana de lo que conozco de mí, la de lo que desconozco de mí, lo que los demás conocen de mí y la ventana de los que ni yo ni los demás conocemos de mí. Estas son sólo muestras de la importancia de conocerse a sí mismo y en profundidad. Tarea que le lleva a la persona toda la vida y a la humanidad desde que los griegos hicieron pública su pregunta sobre el ser.
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Hoy se nos invita mucho a reflexionar sobre el modo en que nos percibimos, cómo nos vemos, nos sentimos, nos miramos, la manera en que deseamos que nos identifiquen. Esta invitación a la autopercepción pendula entre lo que soy y lo que no soy con o sin determinismos, de modo definitivo o circunstancial.
La autopercepción habla de lo más íntimo de cada persona, de la felicidad de ser quien se es, de sentirse afianzado en la propia existencia más allá de los contextos, de poseerse a sí mismo, de considerar central que lo que soy es con lo que cuento para estar en esta vida.
La autopercepción tiene que ver con saber qué es lo que me afecta, me conmueve, me moviliza, me hace reaccionar bien o mal, y tiene que ver con la imagen del dios en que creo o no creo.
Va mucho más allá del sexo, la sexualidad, el género, la genitalidad. Concebirla sólo así es tener una mirada miope, reducida, determinista, parcial. Lamentablemente nos están acostumbrando a este tipo de percepción sobre la autopercepción.
El proceso de autopercepción
Si vamos a Jesús su pueblo lo percibía como el hijo de carpintero[1], sus discípulos como el maestro, el profeta, el mesías[2] y después de un tiempo lo reconocieron como hijo de Dios[3]. Jesús les pregunta a los apóstoles ¿quién dice la gente que soy y ustedes qué dicen de quién soy? Él mismo tuvo un proceso de autopercepción; a los 12 años su madre le habla de José como su padre y él contesta como “el que se encarga de los asuntos de mi padre”, aludiendo a Dios[4], más adelante alaba a su padre Dios[5], también le recrimina el abandono, el dolor pero se entrega a su voluntad[6]. Sin caer en herejías o malos entendidos teológicos la autopercepción de Jesús pasó de ser el Nazareno a ser hijo de Dios, en una síntesis en donde se fusiona perfectamente el quién soy con el cómo me percibo y cómo me perciben.
En el monte Tabor los discípulos escuchan la voz de Dios que les dice “este es mi hijo amado en quien me complazco”[7]. La experiencia de la transfiguración confirma lo que los apóstoles percibían, con lo que percibía Jesús refrendada por la percepción del Padre.
Los invito a leer el Evangelio bajo la clave de la percepción y la autopercepción de Jesús.
Para enriquecer la reflexión los animo a que realicen el ejercicio sobre nuestra propia autopercepción comenzando por el modo en que nos percibe Dios. Una gran tentación es sentirnos indignos, jugar con la falsa humildad pensando en nuestros pecados, también el orgullo del ¡qué bueno soy! Mirémonos del modo que nos mira Dios, somos su creación, su imagen y semejanza, sus hijos amados[8], gozamos de su cercanía y su amor desde siempre[9].
Percibámonos como nos percibe Dios. Sus hijos amados
Y aceptemos la aceptación de Dios como hijos amados… lo demás viene por añadidura.
[1] Mt. 13, 55
[2] Jn. 1,35
[3] Mc. 16, 13-16
[4] Lc. 2, 48-49
[5] Mt. 11,25
[6] Mt. 26, 39
[7] Mt.17, 5
[8] 1 Juan, 3,1
[9] Deut. 4, 5