Tribuna

Hay otro en mi espejo: ¿la huella de Dios?

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El ser humano siempre se ha sentido fascinado por el rostro. Las pinacotecas guardan como un tesoro los retratos que inspiraron a los grandes artistas. Las Facultades de Medicina enseñan a reconstruir la parte del cuerpo que más parece importarle a la gente. Las bibliotecas guardan millones de descripciones de rostros. Algunas, como el de la Galatea de Ovidio, datan de la época de Cristo. Otras, como la de Enmanuel Levinas, destacan de manera especial, al ser la piedra angular de toda una filosofía. La atracción que siente por el rostro lo sitúa en la estela del filósofo-artista, algo que corrobora su idea de la poesía como ejemplo del uso de la palabra.



Una de las escenas más conmovedoras conservadas en las cinematecas es la que registra la reacción de un indígena que se mira por primera vez en un espejo. No es para menos: habría visto nada menos que su alma, como observa la sabiduría popular. En ese escaparate, “el rostro que no se ve/ es mi rostro”, reza el poema de Rafael Cadenas. Y sin embargo, el pensamiento occidental se ha centrado, desde los griegos, en el conocimiento que se ampara en el autoconocimiento, hasta fusionar el ser con el saber. El conocimiento de la naturaleza otorga poder sobre ella. El conocimiento de uno mismo otorga autoconfianza, sabiduría y prepotencia. El objetivo es siempre el dominio, del control del mundo o el autocontrol.

El mito de Narciso resume una historia de la filosofía que alcanza su máxima expresión en el racionalismo y la cultura moral del individualismo de la época moderna, derivando, en la actual alta modernidad, en un fenómeno alarmante de egotismo, egoísmo y egolatría, aumentando la desigualdad social y poniendo en solfa los derechos humanos.

La identidad del Sujeto moderno es la del conquistador. “He conquistado las selvas, los mares y los polos. He conquistado el planeta y seré Máster del Universo, como sugieren los profetas de la física. Todos los días domino algo, alguna meta, algún espacio, algún punto, algún corazón, algún ‘me gusta’. Mi carnet de identidad es mi rostro. Mi rostro es único, insustituible, en mis ojos radica mi sistema de seguridad. Mi rostro es mi caja fuerte, la trinchera que me hace invulnerable”. Así hablan los modernos.

El prototipo de la cultura burguesa

Pero en el siglo XXI, cuando la modernidad alcanza su clímax, resulta que algo falla. Justo cuando teníamos las pruebas para demostrar que habíamos logrado derrotar a los grandes males que habían atemorizado a la humanidad -una victoria incompleta, pero victoria al fin y al cabo-, la sociedad en su conjunto se siente más vulnerable que nunca, tanto objetiva, como subjetivamente. El prototipo de la cultura burguesa heterosexual, androcéntrica y etnocéntrica, parece un emperador deprimido el día de su coronación hegeliana.

-Espejito, espejito mágico, ¿quién es…?

-Lo siento, he detectado un intruso.

En efecto, en el espejo de la casa global tecnológica, siempre asoma otro rostro al lado del mío, más o menos borroso, sobre el fondo, sobre la Nada desdeñada por la filosofía oficial, como diría María Zambrano; una especie de fantasma que reaparece por mucho que pasemos un paño. Ese otro puede tomar muchas formas: una vecina que nos confiesa que le acaban de diagnosticar un cáncer, otro vecino que ha perdido su trabajo y ha caído en depresión, una sobrina que sufre ansiedad por ir a la escuela más atosigadora de la historia, alguien que incordia pulsando el portero automático, alguien que no consigue sacar dinero del cajero automático, alguien que conocemos y que esquiva la mirada desde la cola de un banco de alimentos, alguien que nos mira desde una pantalla como víctima -un refugiado, una mujer asesinada o perseguida por exigir sus derechos-, un niño que se ha suicidado, otro niño que muere de hambre, un animal agonizando y casi único representante de su especie… Todas ellas conforman el mosaico de las sociedades mesocráticas cuyo corazón se había conservado invulnerable, inmarcesible (que no incorrupto) hasta hace poco, después de su consagración gracias a la ética protestante, narrada por Max Weber.

Todas esas figuras nos recuerdan algo, pero tardamos en caer en la cuenta, porque ya hemos eliminado los crucifijos de las paredes. En cada uno de esos rostros parece haber una extraña huella de la divinidad. Pensamos en nuestra infancia. Algunas imágenes religiosas, en las fachadas de las iglesias, en los retablos, en los libros de historia, en las procesiones, nos proporcionaban sensaciones de alivio. Otras nos inspiraban respeto y temor. La divinidad parece tener dos caras, una que nos atrae y otra que nos aterra. Ortega y Gasset citaba al teólogo alemán Rudolf Otto: lo santo es al mismo tiempo ‘Myisterium fascinans’ y ‘Misterium tremendum’. Los dioses pueden sernos proversos o adversos, y desde tiempos remotos la humanidad se ha imaginado estos juicios a través del rostro, a través de una mirada que nos salva o nos condena. La fascinación por el rostro remite pues a la posición de mortalidad, de insignificancia que tiene la vida humana, a su vulnerabilidad constitutiva.

Ante el espejo, el posmoderno se hace entonces una pregunta: ¿Quién tiene el poder, yo, o el otro? (primero va el burro en nuestra cultural moral). ¿Será que ese otro que aparece en el espejo donde habito, representante de lo otro, de lo que no soy yo, de Dios, tiene todo el poder y yo ninguno? ¿Puedo hacer algo para ganarme su favor?

Desigualdades

Primera respuesta, radical: imposible. Argumento a favor: las manipulaciones se insertan en un juego social que provoca desigualdades. Los que tienen más recursos, ya sean culturales o económicos, tendrían más posibilidades de provocar una respuesta positiva de los dioses, de moldear sus rostros con operaciones de cirugía estética. La historia permite comprobarlo en casos como el de las clases medias aferradas al calvinismo.

Pero la otra respuesta, la que admite la posibilidad de influir en la decisión divina, también es comprensible. Los humanos somos seres temerosos. El miedo explica buena parte de nuestros comportamientos. Es lógico que ideemos o imaginemos formas de interactuar con la divinidad de forma que se compadezca de nuestro sufrimiento. En la metamorfosis de Pigmalión, Afrodita da vida a Galatea, el rostro esculpido por el rey, del cual se había enamorado perdidamente.

A Enmanuel Levinas seguramente no le agradaría la moraleja de este cuento, porque para él, el rostro es justamente lo menos manipulable. El rostro es lo que escapa a la presencia. Cada vez que lo miras es distinto. Este detalle podría ser la causa o la consecuencia de su pensamiento central: el Otro –que es lo que asoma en el rostro– es la única cosa del mundo que no se puede dominar.

Pero Levinas no parece colocarse en la perspectiva de la víctima sino en la del verdugo. Soy yo el que tengo el poder sobre el otro, y no al revés. ¿Por qué? En primer lugar, porque sabe que, desgraciadamente, a los humanos parece gustarles más ponerse en el lugar de los verdugos. En realidad, todos tenemos poder sobre algún otro, aunque sea en dimensiones no oficiales o formales, en algún aspecto de la vida cotidiana en la que nos relacionamos con los otros (Foucault dixit).

El pecado original

Pero, en segundo lugar, probablemente en la postura del pensador lituano pesa la influencia de tradiciones como la judeocristiana o la freudiana. Resuena, en efecto, el eco del pecado original o de la pulsión de muerte. La insistencia de Levinas en el “No matarás”, es compatible con la condición negativa del ser humano, con el reflejo filogenético del homicida.

Pues bien, llegados a este punto, Levinas parece proponernos este razonamiento: si yo no puedo, desde la perspectiva de la víctima, hacer nada para manipular al otro, así tampoco el otro puede, desde mi perspectiva del verdugo, hacer nada para impedir mi responsabilidad de auxilio. Haga lo que haga el otro, nunca podré actuar con arreglo al criterio del ojo por ojo, diente por diente.

Así se entiende la enigmática, aparentemente contradictoria, pero fundamental afirmación de que yo soy rehén insustituible del otro, al tiempo que anfitrión. Teniendo el poder, soy su verdugo, pero al tiempo no puedo desvincularme de él, estoy atado a él por una “mala conciencia”, por una sensación más o menos difusa de ser culpable de su malestar, de haber provocado indirectamente sus heridas.

espejo

Cada mañana, cuando me miro en el espejo para (ad)mirarme, la figura borrosa de algún otro vulnerable empaña mi conciencia. Me recuerda que no estoy solo, que mi posición no es única, que no estoy seguro, que no soy invulnerable, y que mi figura ocupa el espacio central del espejo gracias a que obliga a la figura del otro a colocarse detrás. Mi posición central en mi fortaleza, en mi casa, en mi espejo, en mi rostro, en mi identidad, se establece desplazando a otros.

Todo sucedería como si la vida fuera un terrible juego de suma cero en el que si yo estoy bien, es solamente gracias a que otro está mal, aunque no lo vea. Puedo negarlo, alegando por ejemplo que está lejos y no lo conozco. Pero en un mundo global, esa negación tiene menos sentido que nunca. Esa carga, ese pesar de fondo, nunca lo puedo acallar del todo, por eso, verdaderamente, si bien soy el verdugo del otro, en realidad soy su rehén, su prisionero. “Es terrible –escribe Marcel Proust, considerado por Levinas como el poeta de lo social– tener la vida de otra persona atada a la propia como quien lleva una bomba que no puede soltar sin cometer un crimen”.

Así pues, el rostro puede ser el camino que nos conduzca al humanismo en este siglo incierto, el cual debería traducirse en el doble objetivo de luchar por la verdad y comprometernos moralmente. El negacionismo, las noticias falsas y la posverdad, de una parte, y la racionalidad instrumental con su mezquina contabilidad -tan extraña a los Evangelios-, de otra, ponen piedras en ese camino. Pero en esta ocasión, no está en juego únicamente nuestro narcisismo, ni quiera el bienestar de los seres humanos, sino la supervivencia del planeta entero.


Fernando Gil Villa. Catedrático de Sociología de la Universidad de Salamanca. Autor de ‘La sociedad vulnerable’ y ‘Hacia un humanismo poético. Repensando a Levinas en el siglo XXI’.