Dijo Orson Wells: “Nacemos solos, vivimos solos y morimos solos”. Son los extremos de una verdad que suele ser dura de concebir en su extrema profundidad, cuando nos permitimos creer y sentir que, mientras tanto, transcurre la vida de cada persona humana sobre la tierra.
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Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de soledad? ¿Qué soledad? ¿Cuál soledad?
Sobre todo, en este tiempo de navidades y fiestas de fines de años, se balbucean algunas respuestas y, a nuestro razonamiento común, se la presenta como un sentimiento: me “siento solo/a”. Y esta manera de verlo puede taladrar las cabezas y horadar los corazones de cualquiera. “Está solo”, “se siente sola”, “estoy solo”. Nos acordamos de quienes están solos y solas en los geriátricos, en los hospitales, en las cárceles o en sus propias casas sin hogar ( y también rodeados de familiares).
Esta soledad es la de no estar acompañados, la de no soportar la vida si no estamos con alguien, la de creer que eso nos impide sumergirnos por dentro.
Otra soledad
La que se cierne sobre nosotros como un monstruo y se instala más allá de toda palabra. La que habita dentro, muy dentro. Litros de tinta al respecto. Todas las generaciones de cualquier continente, pasamos por esto sin terminar de entender de qué se trata pero poniéndole un nombre para llenar el vacío y nombrando el agujero para que se haga menos visible y más sostenible.
Es un vacío que invita a llenarlo con algo que no nos pertenece, que no es materia, que no es pensamiento, que no es nada de lo que el ser humano puede incorporar desde su razón, desde su pequeñez, desde su obrar o accionar en este mundo material. Esta soledad radical es la sed de Dios que no nos atrevemos a conjurar definitivamente con su presencia.
La soledad que Dios nos pone dentro está inscripta en la génesis. Es la materia viva del espíritu que necesita cobrar vida propia sólo con Él. Es el imán necesario para ir hacia Dios. Y tal como lo sintió san Agustín: es la sed que no se acaba hasta volver a Dios. Y es ese lugar del sin sentido que se llena con desorden o con orden estructurado – a veces fundamentalista– para soportar la existencia.
De soledades y sinsentidos
Observando las soledades de este tiempo nuestro tan lleno de desesperanzas y esclavitudes –fragilidades y desiertos, desánimos y angustias, depresiones y opresiones, mentiras y falsedades– quizá sea un buen momento para reflexionar y discernir qué hacemos desde lo particular.
Los sinsentidos se apropian sin remedio del lugar de la voluntad y de la razón. Y quizá haya preguntas poderosas por hacernos para interpelarnos desde ese adentro que es sólo nuestro. Las respuestas poderosas provienen de preguntas poderosas. Así, cada quien, con su soledad a cuestas podrá mirar de otra manera la de los demás.
Solemos buscar respuestas afuera. Sin embargo, las respuestas son tan únicas, sagradas e irrepetibles como cada persona lo es. Es posible buscarlas en profundo discernimiento personal: racional, psicológico, ético y espiritual.
Una buena pregunta dará luz a lugares que jamás hemos visto y nos habilita para encontrar respuestas que nunca pensamos que existieran. Muchas veces buscamos respuestas en los lugares que conocemos cuando en realidad descansan en lugares que aún no podemos ver. Nos hacemos preguntas para buscar la verdad que para quienes somos cristianos es la Verdad.
Hay que tener en cuenta que el tiempo que lleva hacer una pregunta también es crucial. Si se hace demasiado pronto, quizá no vayamos por el camino correcto; si se hace demasiado tarde, quizá hayamos sobrepasado el momento preciso.
Una inmensa y única interioridad
Hay un hombre que es solo y está solo siempre. Igual que cada persona en el mundo. Que nació solo y morirá solo, dentro de su inmensa interioridad. La que nadie conoce del todo por más que lo crea, piense u opine.
Hay un hombre que el mundo cree que conoce, que un día se fue de su tierra con un solo par de zapatos y dejó toda soledad para ser del mundo entero.
Hay un hombre que entregó todo su ser a Dios y se dedicó a preguntarse cómo ir más allá de toda razón para dar respuestas materiales y espirituales para el mundo entero, que ya estaban respondidas en los evangelios.
Hay un hombre que vive su soledad de la mano del Espíritu Santo, cosa que a veces cuesta creer, ver y reconocer. Y a los que lo rodean, llenos de su propia y ajena soledad, más aún.
Entonces, medida nuestra soledad interior, nuestros cansancios y desganos, nuestras faltas de discernimiento, nuestras pobrezas y miserias, nuestras ideologías cargadas de un poder que no es servicio, podemos empezar por preguntarnos si podríamos estar por un segundo en sus zapatos.
Ese hombre que está solo, sumergido en su soledad única, sólo pide que recemos por Él.
Este hombre solo que un día decidió llamarse Francisco.