He visto nuevamente la película Schindler’s List (1993). Clásico del cine contemporáneo que cuenta la historia del empresario alemán Oskar Schindler (Liam Neeson), caracterizado por un talento para las relaciones públicas, busca ganarse la simpatía de los nazis de cara a su beneficio personal. Sin embargo, buscando amasar dinero y poder, terminó amasando algo mucho más valioso.
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En una de las últimas escenas de la película, reuniendo en una especie de cobertizo tanto a prisioneros como a soldados de las SS, anuncia el final de la guerra y la rendición de Alemania.
En cierto punto del discurso, mirando a los soldados, advierte que sabe que han recibido órdenes de ejecutar a los judíos. Schindler les da a escoger, cumplir con las órdenes o irse volviendo a sus familias como hombres y no como asesinos que, por cierto, ya eran.
Estos soldados deciden por volver a sus hogares. En esos minutos, poco más de tres, he comprendido a cabalidad lo que reconocemos como temor al juicio de la historia.
El juicio de la historia, como si se tratara esta de una fuerza independiente, que se mueve en una dirección necesariamente progresiva, una garantía de que de alguna manera el bien y la verdad prevalecerán al final.
La historia a la cual se hace referencia, no es tanto la historia del pasado, sino más bien, el relato que se dará de nuestro presente en el futuro. No es simplemente un relato desapasionado, sino un juicio moral sobre las acciones que nos rodean.
Al ver la conducta de muchos hombres y mujeres con responsabilidades políticas, me resulta evidente que ya, ese juicio, importa poco o nada.
Los historiadores deciden
No existe una potencia autónoma de la historia que se incline en la dirección de la justicia. La historia es lo que los historiadores deciden que es el significado del pasado, y lo más frecuente, es que prevalezca la historia oficial, la historia contada por los vencedores.
Esto me recuerda, en cierta forma, la exhortación ‘Reconciliación y Penitencia’, san Juan Pablo II repite lo que había dicho Pío XII: “El pecado del siglo es la pérdida del sentido de pecado”. Me cuesta mucho desvincular una cosa de la otra. Si el hombre ha extraviado ese sentido del pecado y el temor a Dios, como consecuencia inevitable, entonces poco le importarán la verdad y la justicia, fundamentos que dan valor al juicio de la historia.
Si el juicio de la historia es emitido por los vencedores, entonces aquel sirve para legitimar su gobierno, más aún en un tiempo en el cual la verdad ha sido sustituida por el relato. ¿Cuánto vale la verdad en tiempo de posverdades?
Para Cervantes, la historia es «la madre de la verdad», mientras la posverdad es la distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales.
La historia la cuentan los vencedores y estos no siempre dicen la verdad. Quizás se deba a esto o, quizás a algo mucho peor y oscuro, pero nuestros políticos parecen no temerle ni al juicio de la historia, ni al de su propia conciencia.
La brújula de mi navegación
La Madre Félix reflexiona: “He aquí la brújula de mi navegación: cumplir la voluntad de Dios nuestro Señor. En desolación o consolación, en salud o enfermedad, en paz o en guerra: cumplo la voluntad de Dios nuestro Señor, ¡pues ya voy bien!”. En todo, cumplir la voluntad de Dios.
Creo, es mi apreciación muy personal, este es el resultado inevitable, no solo de quien ama a Dios, sino que, además, está consciente de que es amada. Amar a Dios y sentirme amado por Él, creo que allí radica en buena parte la potencia de la vida en la fe. Lo contrario sería, a mi juicio, abrir el corazón para que el pecado salga.
El Santo Cura de Ars señaló que si tuviésemos fe y pudiéramos ver un alma en estado de pecado mortal, nos moriríamos de terror. Hoy, desgraciadamente, nos morimos de terror, a pesar de nuestra poca fe.
Nuestra pérdida del sentido del pecado, consecuencia de habernos ocultado de Dios (Gn 3,10), nos ha transformado en espesos infiernos del otro, nos ha vuelto fieras que no responden más que a sus instintos y voluntad de poder, nos ha rebajado de aceptarnos como lo más amado por Dios, a simples hombres huecos que no apartan su vista de su ombligo. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor del Colegio Mater Salvatoris. Maracaibo – Venezuela