Tribuna

Al final de todo, el amor, siempre el amor

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En el Bhagavad-gītā se cuenta la conversión de Krisna, encarnación terrestre de Visnú, máxima deidad de la espiritualidad hindú, y que termina siendo el núcleo vital de la esencia filosófica y espiritual de esta religión. Allí, entre sus deliciosas líneas, podemos hallar rastros de una Verdad compartida por todas las culturas y espiritualidades universales: Dios, como máxima expresión del amor, es el soporte de todas las cosas en esta tierra, capaz de revitalizarlo todo, fuerza vital que mora apacible en todos los seres que respiran y cuya presencia arde esplendorosa en el corazón de todo lo existente.



Para el Islam el amor es el punto más importante del ser humano, ya que, representa el elemento central para poder crear seres dignos y de allí poder tejer su perfección que sólo viene a través de la amistad. El imán Al Bâqir, aquel que sabe mucho y es capaz de brindar luz, concibió al Islam simple y llanamente como amistad, puesto que, así lo expresa, la religión no es más que eso: amistad. Al final de todo, el amor lo es todo, lo es todo en cuanto al hecho cierto de que Dios es amor y sus implicaciones.

El amor es origen, principio y respiradero de toda realidad

El teólogo Hans Urs von Balthasar afirma que es Dios en sí mismo, en su vida divina de plenitud, por ello, el amor es el fundamento, es el centro de toda teología. El amor es origen, principio y respiradero de toda realidad. Un amor revelado al mundo cristiano por medio de la Cruz que se derrama insistentemente sobre nuestros corazones. Esa fuerza, reflexiona Max Scheler, nos impulsa a reconocer la realidad como un inmenso mundo de objetos sensibles y espirituales que nos conmueven incesantemente el corazón y las pasiones. Una fuerza cristalizada en actos personales que se sustentan conscientemente en un misterio, ese misterio es Dios, fuente original de ese amor.

La persona cuando cobra plena conciencia de esta verdad, transforma su visión de los otros y del mundo, abriéndose a la comprensión de que el amor no es, en modo alguno, un apetito -ya lo decía San Juan Pablo II al afirmar que el amor no utiliza- es, más bien, respuesta al valor, pero cuya razón de ser no es el valor, sino la persona amada en tanto persona o chispa de Dios.

La percepción de Dios como amor cristalizado parece llevar a la experiencia de su estructura como amor universal, como una efusión de amor que no tiene en cuenta los objetos a los que se dirige: en otras palabras, un amor total a todo aquello que lleva en sí una chispa de Dios, maravillosa reflexión de Raimon Panikkar que nos desnuda al amor, más allá de una mera construcción de armonía interior, como el camino más excelso y fecundo de arrojarnos al mundo para reorganizarlo, ya que, como sabemos bien, sólo el amor es capaz de crear.

El amor se despliega, se proyecta hacia los otros

Por esta razón, el amor no se consume en sí mismo, eso no es amor. El amor se despliega, se proyecta hacia los otros. “Si alguno dice: «Yo amo a Dios», y al mismo tiempo odia a su hermano, es un mentiroso. Pues si uno no ama a quien ve, tampoco puede amar a Dios, a quien no ve” (Jn 4,20). El amor, el verdadero amor, lo describió con dulzura San Juan de la Cruz, es más que una expresión de sentir grandes cosas, es tener la apertura suficiente para ser capaces de padecer por el amado y el amado es el hermano.

El Corán comparte esta verdad amorosa cuando en el Sura II impulsa a hacer el bien al prójimo, a los huérfanos, a los pobres, al viajero, a los mendigos, por esta razón de amor compartido, el Talmud recomienda ser flexible como el junco y no tieso como un ciprés. Un hombre flexible como el junco, muy probablemente sea un hombre justo y basta con que uno sólo exista para que el mundo merezca haber sido creado. Un hombre flexible como un junco es un hombre que ama en el amor de Cristo y este amor es como el amor que describe el Tao Te King, es decir, aquel amor que no se acumula en sí mismo, sino que se da a los otros, porque, al final de todo, el amor, siempre el amor. Paz y Bien


Por Valmore Muñoz Arteaga. Director del Colegio Antonio Rosmini. Maracaibo – Venezuela