Sevilla ha acogido la Cuarta Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo, organizada por la Organización de las Naciones Unidas para reactivar los presupuestos de cooperación, en la que han participado sesenta jefes de Estado y de Gobierno, con delegaciones de todos los países que conforman la ONU… con una excepción: Estados Unidos.
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El plante del presidente Donald Trump a esta cita no es un mero desdén. En su segundo mandato, el millonario republicano ha acabado de un plumazo con el presupuesto solidario. Hasta su llegada a la Casa Blanca, Estados Unidos aportaba un 40% de la ayuda humanitaria global. Su ausencia ha precipitado el cierre de 6.000 programas y ha provocado que los presupuestos de cooperación de otros países hayan menguado, mientras se han acentuado las necesidades en los países empobrecidos por el aumento de los conflictos, de los regímenes totalitarios, de la crisis climáticas, de la emergencia migratoria… Así, la ayuda oficial al desarrollo podría rebajarse aún más: entre un 9 y un 17%.
Lamentablemente, ninguno de los acuerdos adoptados en el llamado Compromiso de Sevilla tiene carácter vinculante, lo que deja en el aire cualquier intención de los países firmantes. De ahí que el tercer sector se convierta en conciencia de una sociedad civil que grita por los condenados a no poder aspirar a los derechos fundamentales, a quienes se les niega el más mínimo acceso al agua, al alimento, a la educación, a la sanidad, a un trabajo, a una vivienda…
Ya sea a través de la Misión de la Santa Sede ante la ONU o de cualquiera de sus plataformas sociales, la Iglesia es hoy altavoz legitimado para pedir la condonación de la deuda y denunciar en Sevilla –y en cualquier foro– que urge poner en marcha otro modelo socioeconómico, no este, contra el que clamó sin cesar Francisco.
O como en estos días exponía León XIV: “Matar de hambre a una población es una forma muy barata de hacer la guerra”. Este empeño eclesial nace de las bienaventuranzas, se desarrolla en la Doctrina Social, y se traduce a pie de obra y en las iniciativas de incidencia política que abandera. Esta perspectiva transversal es la que hace creíble a la Iglesia en esta encrucijada y la convierte en motor efectivo del llamado ‘soft power’ diplomático.
Sin rebajas
Ante el actual contexto aciago, no hay margen para aflojar en el envío a ser Buena Noticia para los pobres. La Iglesia no debe permitirse rebajar ni un solo euro, ni un solo recurso, ni un solo hilo de esperanza para salir al rescate de los 66 millones de personas que, de un día para otro, se han quedado huérfanos de los programas de la ONU y de esos mil millones de seres humanos humillados en la extrema pobreza. Porque estamos endeudados con todos estos hijos de Dios.