Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Va a ser que se ha puesto de moda el amor otra vez


Compartir

Esto de resucitar… fácil no es. Bueno, no debe serlo. Porque resucitar, lo que se dice resucitar, solo Dios resucita. Los demás somos resucitados, en el mejor de los casos. Es algo así como nacer. En inglés se expresa con más claridad; nosotros decimos “nací tal día” y en inglés dicen “fui nacido tal día (‘I was born’)”. Algo así debe ser: nosotros somos resucitados por Otro.



A poco que uno haya vivido los días del Triduo, a poco que uno haya intentado entrar en las tristezas, desilusiones y oscuridades del mundo y de nuestras propias soledades e infiernos, la alegría de la vigilia pascual nos arrebata, nos alborota, nos lanza. No es magia ni siquiera sugestión. Creo que es simple necesidad de vida, de alegría, de renovación, de plenitud. ¿Nos os pasa a vosotros?

La cuestión es que no sé si hay alguien capaz de mantener ese gozo arrebatado por 50 días. Cuanto menos pensar en toda la vida, por convencidos que estemos. No sé si nos dará para la octava siquiera, es decir, esta semana en que lees esto. ¿Mantienes todo el gozo y la luz descubierta el pasado sábado santo o el domingo de resurrección? Yo… quizá no.

Fragilidad

Y no es por falta de ganas, por falta de luz y vida. Es por propia fragilidad. Somos así: la experiencia más honda y profunda, el amor más arrebatado y eterno, la luz más anhelada, se nos escapa como agua entre los dedos con cualquier viento contrario. ¡Tantas veces! Una palabra dura que no esperábamos… una distancia que no queríamos… una discusión tonta… una tristeza que vuelve… un intento fallido… un deseo inviable…y volvemos a sentirnos desvalidos, en manos de cierto sinsentido.

La suerte es que no solo somos fragilidad. En absoluto. Somos también y, sobre todo, un potencial enorme. Como un torrente. Una capacidad divina que traemos de fábrica. Regalada. Y es justo ahí donde enraíza la luz, el amor, la alegría, la fuerza, la verdad. Toda la Pascua de la vida. Todo el aliento de Dios en nosotros. Y eso nos salva. Y ahí se nos va quedando su resurrección, como un buen aroma, como tierra buena, como un empujón que nos eleva y da altura (aunque sea a poquito), como un abrazo de amor del bueno, como una carcajada abierta y limpia y tierna y amable.

Esto de resucitar, o de dejarse resucitar por Él, fácil, lo que se dice fácil, no parece ser. O quizá sí. Porque solo Dios resucita. Porque lo propio de Dios es dar vida y vida buena. Lo nuestro es recibirla, celebrarla, colaborarla, elegirla, honrarla. Y dejar que nos despeine, si es lo que toca. O que nos ordene, si es lo que necesitamos. Y acoger que no somos Dios. Que todos los días no somos capaces de hacer honor a tanta vida y tanta luz como Él regala, pero tenemos toda la capacidad para seguir caminando, muerte tras muerte, resurrección tras resurrección, hacia Él. Y en ese camino saber que, misteriosamente, nos encontramos también con la verdad de nosotros mismos, la más luminosa y transparente: creados para la resurrección, para el Resucitado.

Mira que si al final esto de vivir resucitados es más fácil de lo que pensamos y empezamos a salir a la calle desde lo mejor de nosotros mismos y cambiamos el mundo… Mira que si al final esto de vivir resucitados es más fácil de lo que pensamos y empezamos a elegir la vida, aunque nos descoloque y el amor y la luz, aunque no sepamos hasta dónde va a llevarnos y somos más felices de lo que imaginábamos ser… Mira que si al final era verdad y esto de dejarse llevar por el buen Dios de Jesús y su Espíritu nos pone en pie y nos “’salpimenta’ los días” (como canta el Kanka)… Pongamos de moda el amor otra vez. Y la vida. Y la alegría. Él ya lo hace.