¿Por qué mataron a Jesús?


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Ahora que ha pasado la Pascua y que la esperanza se ha revelado como uno de los pilares de la fe cristiana –el otro es la fraternidad–, conviene reflexionar sobre qué significa la imagen de un Dios humillado, torturado y ejecutado de forma ignominiosa. Frente al Dios del Antiguo Testamento, caracterizado como un poder terrible y vengativo, el Dios de Jesús se manifiesta como fragilidad, solidaridad y ternura.



Muchos cristianos observamos con simpatía las reflexiones de Marción de Sínope, heresiarca del siglo II, según el cual el Dios Justo del Antiguo Testamento no es el mismo Dios Bueno del Nuevo. El Dios Justo castiga, condena, explota el miedo, exige obediencia ciega. Se presenta como el Señor de la Historia y el Tiempo. Es el Dios que agrada a los integristas.

Uno de esos sacerdotes jóvenes con sotana y barba al estilo Daesh que no se cansan de escupir su odio en las redes sociales ha llegado a sostener que el Covid-19 era un castigo lanzado contra el mundo moderno por su impiedad. Ese Dios no es el buen Dios del Evangelio, sino el ídolo pagano que se ha utilizado para justificar guerras, cruzadas, excomuniones, anatemas, potros de tortura y hogueras.

¿Tenía razón Marción de Sínope? El Dios del Antiguo Testamento ordena cosas terribles. En Samuel 15:3 leemos: “Ve ahora, y ataca a Amalec, y destruye por completo todo lo que tiene, y no te apiades de él; antes bien, da muerte tanto a hombres como a mujeres, a niños como a niños de pecho, a bueyes como a ovejas, a camellos como a asnos”. Evidentemente, la invitación al exterminio de los amalecitas es incompatible con la exaltación del perdón y el rechazo de la venganza predicado por Jesús.

Hasta la última coma

Sería injusto no señalar que Yahveh también pide que se socorra a la viuda, el huérfano y el extranjero. ¿Cómo explicar estas incongruencias? Los integristas sostienen que la Biblia es la palabra literal de Dios. Supuestamente, el Espíritu Santo ha inspirado hasta la última coma. Sin embargo, en la segunda epístola a los corintios leemos: “La letra mata, el Espíritu vivifica” (3:6). ¿Qué significa eso? Que es necesario interpretar los textos, pues, sin un ejercicio hermenéutico, desembocamos en una estéril ortodoxia.

En Éxodo, Levítico y Deuteronomio se establece la pena de muerte por lapidación para los casos de adulterio, sodomía, secuestro, desobediencia a los padres, sacerdotes y jueces, falsas profecías y otros muchos delitos o presuntas aberraciones. Los textos bíblicos están contaminados por los prejuicios de su tiempo. No son la palabra literal de Dios, sino la forma en que el ser humano ha visto a Dios en distintos momentos históricos. No aceptar esto solo contribuye a que se utilicen las Escrituras como una fuente de legitimación de actitudes inhumanas. Marción de Sínope se equivocó al desechar una tradición con valiosas enseñanzas, pero acertó al denunciar los aspectos inaceptables de una perspectiva arcaica de Dios.

Se ha distinguido entre el Dios de la religión y el Dios de la esperanza. El primero es el que se preocupa fundamentalmente por lo normativo e institucional, multiplicando las prohibiciones y las condenas. El mundo moderno ha dado la espalda a ese Dios y, aunque algunos integristas intenten resucitarlo, su decadencia parece irreversible. Los que luchan por preservar su hegemonía avanzan hacia la irrelevancia o, lo que es peor, hacia el vertedero de las ideologías reaccionarias. Si triunfara su tradicionalismo, la iglesia acabaría ocupando el mismo lugar que las sectas y, de hecho, gran parte de la sociedad ya considera que la religión es mera superstición, un anacronismo que conspira contra las sociedades libres y democráticas.

Un Dios que ama

El Dios de la esperanza no castiga; ama. No exhibe su poder. Se oculta para garantizar la autonomía de la naturaleza y la historia. Su providencia no es una intervención arbitraria, que salva a unos y abandona a su suerte a otros, sino una inspiración que mueve a la alegría y la entereza. Podemos apreciar su influencia en el coraje de Edith Stein, que muere en Auschwitz por solidaridad con su pueblo, los judíos, y por seguir el ejemplo de Jesús, fiel a la causa del hombre hasta las últimas consecuencias.

El Evangelio nos mostró que Dios también conoce la duda, el fracaso, el miedo, la soledad, la incomprensión. Jesús no murió para pagar la deuda adquirida por la humanidad a causa del pecado original. Dios no exigió su sacrificio, como si fuera uno de esos corderos inmolados durante la Pascua judía. La leyenda de un Dios que muere y es devorado por sus hijos para restaurar el orden del mundo es un viejo mito pagano.

El poder político y religioso consideró que Jesús constituía un peligro para sus intereses y decidieron acabar con su vida. Roma se aliaba con las elites locales para gobernar los territorios ocupados. Es una vieja estrategia de los imperios. Se ha interpretado la frase “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” como una expresión de reconocimiento de la legitimidad del poder político en los asuntos terrenales, pero es improbable que Jesús pensara algo así. Como judío, solo podía ver con desagrado la ocupación romana. Si hubiera observado un talante colaboracionista, los romanos no le habrían ejecutado en la cruz, reservada para los rebeldes y los esclavos insumisos.

Fuerte componente propagandístico

Elaborados casi un siglo después de su muerte, los Evangelios contienen un fuerte componente propagandístico. Sus autores querían demostrar que el cristianismo no representaba un problema para Roma y que el responsable de la muerte de Jesús no era Poncio Pilato, sino los judíos. Es una versión de los hechos que no encaja con los datos históricos. Corrupto y vesánico, Pilato se comportó con enorme brutalidad con los judíos. Crucificó sin titubear a todos los que consideró subversivos. Su ensañamiento adquirió tal magnitud que Roma lo depuso. Sus supuestos problemas de conciencia por enviar a un inocente al patíbulo no son creíbles.

Jesús había nacido de Galilea, donde se gestaron más de sesenta levantamientos contra Roma. Entre sus discípulos, había varios zelotes –Simón, Santiago, tal vez Pedro– y todo indica que los supuestos ladrones crucificados a su lado también formaban parte de este movimiento de resistencia. Conviene recordar que Pedro desenvainó la espada durante la detención de Jesús y, en esas fechas, los judíos tenían prohibido bajo pena de muerte portar armas. Es normal que Pilato viera a Jesús y sus seguidores como un grupo “terrorista” y decidiera erradicarlo. La propaganda posterior ocultó ese hecho, arrojando toda la culpabilidad sobre los judíos, que no pudieron contemplar con agrado cómo el ocupante ejecutaba a uno de sus profetas.

Según la teóloga Uta Ranke-Heinemann, la figura de Judas Iscariote “es un producto de la fantasía” y solo ha servido para alimentar el antisemitismo durante siglos. Supuestamente, el pueblo judío, que promovió y celebró la crucifixión de Jesús, exclamó en el camino del Gólgota: “¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mt 27, 25). Este versículo solo puede interpretarse como propaganda antijudía y no se le puede eximir de la responsabilidad de haber contribuido a la abominación de Auschwitz.

Una amenaza a los poderosos

¿Por qué mataron a Jesús? Porque representó una amenaza radical contra el poder político y religioso de su tiempo, porque estorbaba –como Ignacio Ellacuría y el resto de los mártires de la UCA–, porque se enfrentó a la opresión romana y a los que la justificaban en nombre de Dios, porque se alineó con las víctimas, porque se puso al servicio de los humillados y ofendidos, porque enseñó que la voluntad de Dios es que “el pobre viva”, como dijo Óscar Romero.

Matar a Jesús fue una forma de intentar matar a ese Dios que aboga por la viuda, el huérfano y el extranjero. La aristocracia sacerdotal judía y el ocupante romano se aliaron para asesinar a un “subversivo”. La utopía del Reino les pareció un ataque intolerable contra sus privilegios. Jesús murió por un mundo más humano, más justo, más compasivo. La resurrección no es solo una promesa individual de vida eterna, sino el anuncio de que la injusticia no será la última palabra, de que la esperanza triunfará sobre la insolidaridad y el egoísmo, de que las víctimas no caerán en el olvido, de que las heridas y los agravios serán cerrados y el mal se hundirá en el no ser.

Jesús vino a recordar que Dios es vida, no un poder terrible; amor, servicio, ternura, no majestad y señorío. Ese es el mensaje que debería actualizarse cada Pascua y no será posible sin una lectura honesta del Evangelio, lejos de dogmatismos que solo alimentan el miedo y los prejuicios.