No descubro nada nuevo a quienes me leen al decirles que tengo ciertos problemas para expresarme en una lengua que no es la mía. Puedo entender y leer sin dificultad, pero, en el momento en que quiero decir dos frases seguidas, es como si un sapo se me cruzara en la garganta y una niebla, tan espesa como puré de guisantes, invadiera mi cerebro e impidiera rescatar y pronunciar las palabras necesarias, por más que las conozca.
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Esta experiencia de incapacidad tan difícil de explicar está siendo mi tónica habitual durante la temporada que estoy en Portugal. La frase que pronuncio con más soltura es: “Gostaria do falar em português, mas não consigo”. Y esta traba mía con la lengua se hace aún más grande cuando quienes me rodean tienden a hablarme en castellano y, además, nos conseguimos entender unos a otros con bastante facilidad.
El ejemplo no deja de ser una tontería, pero me recuerda todo aquello que tenemos claro que es deseable, bueno, aconsejable y que, en lo más profundo del corazón, quisiéramos vivir… pero que se estrella una y otra vez contra el muro de nuestra impotencia. Ese anhelo de omnipotencia que, más o menos solapado, todos escondemos en nuestro interior se aviva a golpe de todas esas frases motivacionales y películas americanas que, como la gota de agua, insisten en inculcarnos eso de “si quieres, puedes”. Y así, sin demasiada consciencia, estos mensajes “buenistas” solo consiguen multiplicar la irremediable sensación de frustración que conlleva no alcanzar aquello por lo que nos esforzamos. Además, nos hacen sentir culpables de ello, como si no conseguirlo se debiera a que no lo deseamos suficiente o no luchamos con fuerza por ello.
Abrazo cariñoso
De vez en cuando, no está de más recordarnos que no lo podemos todo, aunque nos siga tentando la falsa promesa de hacernos “como dioses” que tantas serpientes insisten en proponernos (cf. Gn 3,5). Nos hace bien cuando decidimos acoger, en cada momento y circunstancia, nuestra limitada condición humana. No se trata de ese conformismo que nos estanca, sino de tratarnos con la comprensión y la indulgencia de quienes experimentan que el mismo Dios abraza con cariño nuestra débil condición, amándonos con todo, también (y quizá especialmente) con nuestras impotencias. Conviene, como el leproso del evangelio, tener claro cuáles son nuestras posibilidades y qué le corresponde a Otro, de manera que también podamos decirle a Jesús eso de “si quieres, puedes” (Mc 1,40)… porque Él sí que tiene capacidad, no tanto para que yo pueda desenvolverme en portugués, pero sí para actuar en nuestra existencia y hacer salvación ahí donde tropieza nuestra incapacidad.