Las mujeres en la Iglesia


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Nunca pensé que manifestar mi apoyo al sacerdocio femenino en la red social Twitter provocaría las iras de una horda de católicos fanáticos e integristas, con perfiles falsos en la mayoría de las ocasiones y con graves problemas para expresarse sin cometer faltas de ortografía. Durante una semana, cerca de quinientas personas me insultaron hasta el aburrimiento, llamándome “masón”, “hereje”, “luterano” y otras lindezas.



Un abogado me comentó que en América Latina son legales las campañas de difamación contratadas por particulares y que algunos españoles participan en ellas, aprovechando la inexistencia de fronteras en el mundo digital. No tengo una relevancia tan notable como para que quinientos energúmenos me dispensen su atención. ¿Alguien organizó el ataque? Suelo ser escéptico en estas cuestiones, pero la vida me ha deparado tantas sorpresas que ya empiezo a atribuir cierta probabilidad a lo absurdo y extravagante.

La lacra del machismo

Si fue algo planeado, quizás debería sentirme halagado, pero prefiero descartar esa posibilidad. Hay otra alternativa mucho más preocupante. El machismo está tan arraigado en la tradición católica que toqué una fibra particularmente sensible, provocando una reacción desmedida. Si es así, hay motivos para preocuparse seriamente.

¿Qué le espera al catolicismo? ¿Quedar reducido a un fundamentalismo antidemocrático? ¿Ser administrado por el “cristofascismo” (Dorothee Sölle)? La creciente proliferación de sacerdotes jóvenes con sotana, verbo incendiario y barba al estilo Daesh no augura nada bueno.

Casi todos los que expresan su desacuerdo con la idea del sacerdocio femenino, apelan al dictamen de Juan Pablo II, que en la carta apostólica ‘Ordinatio sacerdotalis’, aparecida el 22 de mayo de 1994, declaró que la Iglesia no disponía de la facultad de aprobar la ordenación sacerdotal a las mujeres. Me entristeció leer que el papa Francisco apoyaba esa postura y renunciaba a volver sobre el tema.

¿Infalibilidad papal?

Al igual que Hans Küng, siempre he opinado que el dogma de la infalibilidad papal es insostenible. Lo impuso Pío IX, el último soberano de los Estados Pontificios. El declive del poder de la Iglesia le empujó a fortificarse en posturas sumamente intransigentes. En su célebre documento ‘Syllabus errorum’ (1864), condenó el racionalismo, el panteísmo, el socialismo, el liberalismo –al que llamó “el error del siglo”– y la autonomía moral.

También desautorizó el matrimonio civil. En 1869, convocó el Concilio Vaticano I y estableció la infalibilidad papal para los pronunciamientos ex cathedra. Despojado de los Estados Pontificios cuando el ejército piamontés entró en Roma, se negó a reconocer el Reino de Italia, excomulgó al rey Víctor Manuel de Saboya y prohibió a los católicos participar en la vida política del naciente país, ejerciendo el sufragio. Ciertamente, no se comportó como un Padre Eterno, sino como un político airado.

Dentro de la Iglesia surgieron muchas voces apuntando que la infalibilidad papal apenas difería del absolutismo real. Con su característica lucidez, Pablo VI reconoció que la infalibilidad papal se había convertido en “el más grave obstáculo en la ruta ecuménica”. El teólogo católico suizo Hans Küng, con una participación destacada en las sesiones del Concilio Vaticano II, publicó en 1970 el ensayo ‘¿Infalible?’, alegando que no existían en las Escrituras ningún argumento para fundamentar la infalibilidad, pues los apóstoles incurrían en graves errores, comportándose como seres frágiles e inconstantes. De hecho, el propio Pedro había ​negado a su Maestro.

Ofensiva contra Hans Küng

En 1979, Wojtyla y Ratzinger lanzaron una ofensiva contra Küng, retirándole la licencia para enseñar teología católica, pero ni fue excomulgado ni se le revocaron sus facultades sacerdotales.

¿No hay detrás de la infalibilidad papal la tentación de ser “como dioses”? ¿Es cristiano endiosar al pontífice romano? Invocar la infalibilidad para excluir a la mujer del sacerdocio, no puede estar más lejos del espíritu de Jesús, que desafió los tabúes, buscando su cercanía y su colaboración.

Hoy, se considera a María de Magdala “apóstol de apóstoles”. Todo indica que Jesús no hizo discriminaciones entre hombres y mujeres en la cuestión del apostolado. En ‘Jesús. Una aproximación histórica’, José Antonio Pagola nos recuerda que el nazareno siempre aparece rodeado de mujeres: María de Magdala, Marta y María, oriundas de Betania, prostitutas a las que todo el mundo despreciaba, mujeres enfermas como la hemorroísa, paganas como la siro-fenicia o fieles seguidoras como Salomé.

Las fuentes, escritas por hombres

Conviene recordar que todas las fuentes conservadas sobre Jesús fueron escritas por varones, autores que –según Pagola– “emplean un lenguaje genérico y sexista que ‘oculta’ la presencia de las mujeres: los ‘niños’ que abraza Jesús son niños y niñas, los ‘discípulos’ que le siguen son discípulos y discípulas”. Que los comentaristas y exégetas del Evangelio hayan sido predominantemente masculinos, ha fomentado esta visión incompleta e inexacta de la predicación de Jesús.

Alrededor del nazareno, probablemente caminaban mujeres no vinculadas a ningún varón: “Viudas indefensas, esposas repudiadas y, en general, mujeres solas, sin recursos, poco respetadas y de no muy buena fama. Había también algunas prostitutas, consideradas por todos como la peor fuente de impureza y contaminación. Jesús las acogía a todas“.

En Mateo 21, 31, Jesús deja muy claro cuál será su lugar en el Reino: entrarán antes que los escribas y fariseos. Frente al machismo imperante en la época, Jesús exige respeto para ellas, incluso en la mirada (Mateo 5, 28-29), pues contemplarlas con lujuria es una forma de cosificarlas, negando su dignidad.

Jesús ante la Ley

Jesús se enfrenta a la Ley cuando una multitud le pide su aprobación para lapidar a una adúltera, señalando que el pecado está en todos y no solo en el que se equivoca. Cuando una viuda hundida en la pobreza deposita dos monedas de cobre en el cepillo del templo, destaca su generosidad y entrega, pues se ha desprendido de lo poco que tenía para vivir. En la región de Tiro, una mujer le pide ayuda para su hija enferma. Jesús le responde que primero deben saciarse los hijos de Israel, pues el pan de los hijos no se desperdicia con unos perrillos. La mujer contesta que los perrillos también comen migas debajo de la mesa. Conmovido, Jesús cura a su hija y pondera la fe de la mujer. Admite que se ha equivocado, aceptando el magisterio de una pagana.

La experiencia le ha ayudado a comprender cuál es su papel como portador de la Buena Noticia. El Reino de Dios será –escribe Pagola– “una comunidad sin dominación masculina y sin jerarquías establecidas por el varón. Un movimiento de seguidores donde no hay ‘padre’. Solo el del cielo”. Cuando Jesús prohíbe repudiar a las mujeres, no condena el divorcio, sino que combate el desamparo de la mujer.

Pagola afirma que las mujeres participaron en la Última Cena: “¿Por qué iban a estar ausentes de esa cena de despedida ellas que, de ordinario, comían con Jesús? ¿Quién iba a preparar y servir debidamente el banquete sin la ayuda de las mujeres?”. Para Jesús, las mujeres eran unos discípulos más, algo que producía perplejidad entre sus seguidores masculinos.

María de Magdala

Todo indica que su mejor amiga era María de Magdala, a quien escoge para anunciar su resurrección. Presumir que fue su esposa es tan absurdo como negar su condición de apóstol. En 1988, el papa Juan Pablo II se refirió a ella como “apóstol de los apóstoles”. Fue en la carta ‘Mulieris Dignitatem’, donde subrayó que “las mujeres demostraron ser más fuertes que los apóstoles” durante “la prueba más difícil de fe y fidelidad”, la crucifixión.

El 10 de junio de 2016, el papa Francisco impulsó un decreto por el cual se eleva la memoria de santa María de Magdala al grado de fiesta en el Calendario Romano General. A partir del siglo IV, la imagen de María de Magdala fue desacreditada por teólogos como Gregorio de Nisa y Agustín de Hipona. Se dijo que había sido una prostituta poseída por siete demonios (los siete pecados capitales) y que Jesús la eligió para anunciar su resurrección porque la mujer había introducido el pecado en el mundo.

La Iglesia oriental nunca aceptó esa perspectiva denigrante y siempre ha venerado a santa María Magdalena como fiel seguidora de Jesús y “testigo eminente del Señor resucitado” (Pagola).

Sin argumentos teológicos

Karl Rahner, el gran teólogo jesuita, no encontró ningún argumento teológico para rechazar la posibilidad del sacerdocio femenino. En 1976, escribió: “Yo soy católico romano y, si la Iglesia me dice que no ordena mujeres, lo admito, por fidelidad. Pero, si me da cinco razones y todas ellas son falsas desde el punto de vista de la exégesis y la teología, debo protestar. Pienso que el magisterio que apela a estas razones falsas no cree en lo que dice, o no sabe, o miente, o todo junto. Además, la Iglesia es infalible en cuestiones de fe y costumbres morales; el tema de la ordenación de las mujeres no es de fe, ni de costumbres morales, sino de administración”.

Hans Küng, José Antonio Pagola y Karl Rahner aportan argumentos muy sólidos. Küng plantea objeciones muy consistentes contra la infalibilidad, Pagola clarifica el papel de la mujer en la predicación de Jesús y Rahner desmonta las objeciones contra el sacerdocio femenino. Los católicos integristas que me insultaron en Twitter tenían un objetivo muy claro: callarme, silenciarme, empujarme a la autocensura para evitar una avalancha de improperios.

He decidido no hacerles caso. La razón no es un accidente de la evolución, sino un don que nos invita a la autonomía moral. Si los integristas se imponen algún día en la Iglesia, ahogando el impulso renovador del Concilio Vaticano II, la Teología de la Liberación y el papa Francisco, el catolicismo compartirá espacio con la teletienda y los horóscopos, despojado de su potencial transformador. Será una desgracia para todos, pues la civilización perderá ese viento utópico que nos permite soñar con un mañana ético, donde la fraternidad y la esperanza, lejos de ser una ilusión, se transformarán en una realidad.