Llevo unas semanas de estancia al norte de Portugal y, si se tratara de una mera cuestión de climatología, está claro que tendría que haber cambiado de destino por uno que, en estos meses, tuviera un clima más… tropical. Al índice de humedad, ya alto de por sí, se le añade esa costumbre invernal de los lugares del norte que, de tanto estar por Granada, se me había olvidado de mi Bilbao natal: llover.
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La borrasca Herminia tampoco ha colaborado demasiado en este retorno mío a los lugares lluviosos, pues ha habido días en los que una servidora ha comprobado por propia experiencia que, a pesar de la fuerza del viento, son sus dimensiones y no la fuerza de la gravedad lo que le sujeta al suelo y le impiden salir volando paraguas en mano, como si de una nueva ‘Mary Poppins’ se tratara. A pesar de que, a su paso, la amiga Herminia había dejado calles bastante semejantes a piscinas públicas, el agua es un compañero tan habitual de los habitantes de Braga que sus calles drenan a una velocidad que me resultó muy llamativa.
Con todo esto, no sorprende que el musgo y la vegetación campen a sus anchas, no solo en los espacios que les son más propios, sino también ahí donde parece que no habría espacio para su crecimiento. Muchas paredes, el empedrado de sus vías y un número nada desdeñable de troncos de árbol están cubiertos por una capa verde, más o menos fina.
Y es probable que sea una tontería, pero, ante esta imagen, me viene el asombro que sugiere esa parábola propia del evangelio de Marcos que provoca contemplar cómo la semilla crece sin que el sembrador sepa cómo (cf. Mc 4,26-27). No es que me admire cómo se produce ese fenómeno, obviamente, sino el hecho de que crezca algo ahí donde parece que nada puede arraigar. Donde parece que es imposible que brote algo, la humedad y la lluvia colaboran en una especie de milagro cotidiano y desapercibido: que los adoquines y los troncos alberguen una vida que no viene de ellos.
Algo parecido nos sucede a cada uno de nosotros. Aunque haya aspectos de nuestra vida que nos parezcan duros como la piedra de las calles de Braga o rugoso e inquebrantable como la corteza de un árbol, cualquier ranura puede convertirse en espacio suficiente para que, si se dan las condiciones necesarias, pueda surgir aquello que no esperamos y que nos parece impredecible.
Así nos sucede también en lo que se refiere a la relación con Dios, que tiene la costumbre de aprovecharse de nuestras grietas para colarse en nuestra existencia de un modo nuevo, generando vida ahí donde parecía insospechable, haciéndonos crecer ahí donde nunca lo hubiéramos dicho y convirtiendo en ganancia aquello que nos podía parecer una pérdida irreparable. Está claro que el norte de Portugal en esta época se parece bastante poco al Caribe, pero este paisaje, urbano pero lleno de verdor, me ayuda a agradecer todas esas tormentas capaces de hacer germinar en nosotros lo que parecía imposible.