Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

En nuestra oscuridad


Compartir

Todos hemos tenido la experiencia de entrar en una habitación a oscuras. Totalmente oscura. Convencidos de que no hay manera de ver nada de nada. Tropiezas y apenas te mueves alargando tus brazos e intentado palpar cualquier cosa que te de una pista de dónde estás, aunque a veces eso conlleve golpearte contra cualquier cosa.



Si tienes opción, a veces elegimos salir y volver a la luz, aunque no sea el lugar al que querías llegar. Y muchas otras veces nos quedamos. Allí. Bastante quietos para no dañarnos ni romper nada valioso. Y esperamos. Si esperamos lo suficiente, en algún momento empezamos a ver. Más aún: pareciera que la oscuridad misma se va iluminando sin nosotros hacer nada especial. Y entonces donde solo había negrura, aparece el contorno de una botella de vino con dos vasos sobre una mesa de madera. La misma luz -extraña- que parece salir de los mismos objetos (aunque sepamos que no es así) nos lleva al otro lado, donde descubrimos una preciosa maceta blanca. Y nos preguntamos: ¿cómo es posible que hace solo unos minutos no viera nada?

Nuevas situaciones

La fisiología nos dice que los ojos, como todo lo nuestro, necesitan un tiempo para adaptarse a las nuevas situaciones. Viniendo de la luz necesitamos un tiempo para ver en la oscuridad, pero también cuando salimos de la oscuridad necesitamos adaptarnos a la claridad y si no lo hacemos, corremos el riesgo de deslumbrarnos.

Me cuentan que lo que más ayuda a los ojos a esta adaptación es que la pupila, como un músculo cualquiera, sea capaz de dilatarse y contraerse para dejar entrar más o menos luz según la situación lo requiera. Y entonces, los bastones de la retina modifican su sensibilidad.

Es bonito saber que tenemos dentro de nosotros esa capacidad: la de adaptarnos a situaciones donde parece que todo está oscuro. Solo se nos pide que permanezcamos el suficiente tiempo para que podamos dilatarnos o contraernos por dentro. Sin miedo. Dejando que lo que somos cambie, si tiene que cambiar. Sin miedo. Sin culpa. Sin prisa. Sin pausa.

Y entonces, misteriosamente, las realidades más opacas y toscas empiezan a iluminarse. Porque por minúscula que sea la luz, siempre es luz. Sería una necedad desperdiciarla por pequeña o débil. Es luz. En nuestra oscuridad. Vale más que cuando despunte la elijamos y no nos separemos de ella.