Dostoievski, el hombre del subsuelo


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Este año se cumple el segundo centenario del nacimiento de Fiódor Mijáilovich Dostoievski. El tiempo, lejos de restar interés a su obra, solo ha puesto de manifiesto la extraordinaria calidad de novelas como ‘Crimen y castigo’, ‘El idiota’, ‘Los demonios, ‘Memorias del subsuelo’ o ‘Los hermanos Karamázov’. Detrás de una obra literaria, siempre hay una visión del mundo. ¿Cuál era la de Dostoievski? ¿Qué pensaba sobre Dios, el hombre y la moral? En ‘Los hermanos Karamázov’, Iván, racionalista, ateo y escéptico -pero interiormente atormentado por el anhelo de fe- afirma: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Quizás es su frase más conocida y uno de los pilares de ese nihilismo que surgió a finales del XIX, cuando el hombre comenzó a romper con la imagen del mundo heredada de la tradición cristiana. ¿Qué significa esa frase? Profundamente religioso, Dostoievski entiende que sin una referencia absoluta, sin un mandato incondicional de origen trascendente, la moralidad se convierte en una convención social. Todo se vuelve relativo y circunstancial. Para Nietzsche y Gide, solo es bueno lo que favorece la vida. La compasión atenta contra las leyes de la naturaleza, donde el fuerte se impone al débil. Si la selección natural excluye la supervivencia del individuo enfermo o imperfecto, ¿por qué invertir ese criterio, gracias al cual se garantiza la salud de la especie, descartando la posibilidad de que se perpetúe lo defectuoso y malogrado? Si los fuertes se arrogan el derecho de actuar conforme a su poder, desaparece la prohibición de matar. Raskólnikov, el protagonista de ‘Crimen y castigo’, acaba con la vida de una usurera, pensando que se ha liberado de un viejo prejuicio. Su gesto instaura un nuevo concepto de moralidad.



El gran inquisidor

Dostoievski piensa que solo Dios puede ser la fuente de la moralidad, pero advierte que la fe no garantiza automáticamente un mundo más compasivo. En nombre de Dios se creó la Inquisición. ¿Cómo es posible esa perversión, cuando el Evangelio condena la violencia de forma tajante e incondicional? La explicación hay que buscarla en la interpretación que se hace de Dios. Jesús enseñó a sus discípulos que no eran sus siervos, sino sus amigos, pero la posteridad olvidó esa importante distinción. Hijo de Mijaíl Andréievich, un médico y pequeño terrateniente, la sombra de su padre siempre lo persiguió. Violento y alcohólico, Mijaíl maltrataba a su mujer y a sus hijos. Con sus siervos, su brutalidad se desbocaba aún más, lo cual provocó que lo asesinaran para vengarse de sus abusos. El joven Dostoievski deseó muchas veces la muerte de su padre y cuando esta al fin se produjo experimentó una aguda culpabilidad. Tal vez esta experiencia determinó que su imagen de Dios subrayara su misericordia y no su autoridad. Jesús vino al mundo para transmitir un mensaje de amor y libertad, pero el ser humano transformó sus enseñanzas en un culto al poder.

En ‘Los hermanos Karamázov’, Iván, lee a Alyosha, monje ortodoxo y su hermano pequeño, un poema que relata el encuentro de Cristo con el Gran Inquisidor en Sevilla después de un auto de fe en el que han ardido cien herejes. Cuando se encuentra con él, el Gran Inquisidor amenaza con quemarlo, acusándole de ser el peor de los herejes. Los hombres no necesitan libertad, sino “cadenas y pan”. La libertad es un horrible lastre que solo produce inquietud, alentando las dudas. El hombre, “vicioso y rebelde”, necesita amos, no libertadores. Dostoievski acusa a la Iglesia católica de haber deformado el Evangelio para utilizarlo como una herramienta al servicio del poder político. No cree que las iglesias reformadas constituyan una alternativa, pues sus propuestas son vacilantes e insuficientes. Solo la Iglesia ortodoxa, fiel a la tradición, ha sabido preservar el mensaje evangélico, exaltando el amor fraterno, la compasión y la humildad. Su misión es salvar a la humanidad de la violencia y la injusticia, sembrando la paz. Dostoievski sostiene que la libertad no es una maldición, sino el hecho que acredita nuestra condición de imagen de Dios. Gracias a ella nuestra existencia es una búsqueda infinita y no una simple rutina biológica.

El estado moderno

Dostoievski pensaba que el pueblo ruso había sido elegido por Dios para redimir al mundo de sus pecados. En ‘Diario de un escritor’, reivindica su identidad milenaria, forjada a base de sufrimiento, y se opone a la corriente que pretende modernizar el país, introduciendo los valores occidentales. Europeizar al pueblo ruso significaría alejarlo de sus raíces cristianas. Rusia debía permanecer al margen de la Iglesia católica y la Revolución industrial. Desde su punto de vista, Roma había desfigurado el Evangelio. Su preocupación esencial era el poder, no el afán de servicio. La Revolución Industrial también conspiraba contra las enseñanzas cristianas, pues despersonalizaba al trabajador, sometiéndole a un impersonal sistema de dominación que destruía los vínculos sociales y familiares. Frente a la tradición, que acoge y cuida paternalmente, el capitalismo arroja al hombre a la intemperie, condenándolo al desamparo. Dostoievski formula la misma crítica al Estado moderno que Kafka. Para ambos, es un gigante totalitario que diluye al individuo, arrebatándole su singularidad. ‘Memorias del subsuelo’ escarba en las consecuencias de una Europa secularizada y sometida al poder de un Estado que aspira a controlar todos los aspectos de la vida individual. Su protagonista, cuyo nombre se omite, es un funcionario enfermizo, irascible y mezquino, que se ha dejado seducir por las teorías modernas que niegan a Dios en nombre de la razón y la ley natural. El anónimo burócrata sueña con vivir sin la tutela de los preceptos cristianos, pero no por eso se siente más libre. Por el contrario, nota que una telaraña lo está atrapando poco a poco. Lo hace de una forma tan subrepticia que casi no lo aprecia. No hay ningún rostro detrás de esa maniobra. El Estado moderno, que es esa insidiosa telaraña, esconde su rostro, diseminando el poder en un laberinto de instituciones e intermediarios. Ni siquiera está claro que alguien tome las decisiones. Todo sucede fatal, absurdamente, como mostró Herman Melville al crear a Bartleby, el escribiente. La versión moderna del infierno no es una mazmorra inquisitorial, sino un proceso semejante al de Joseph K., donde ya no se juzga por los actos, sino por el simple hecho de existir.

El hombre del subsuelo carece de nombre porque vive en una sociedad donde prospera el sentimiento de desarraigo. Los ataques contra la herencia cristiana han alumbrado un hombre hueco que no cree en nada y que no concibe otro destino que la destrucción. El suicidio de Smerdiakov en ‘Los hermanos Karamázov’ es en realidad un deicidio, pues aniquila la esperanza, preparando el “acto gratuito” de André Gide, es decir, el crimen sin motivo que nace de un desolador vacío moral. Para Dostoievski, el alimento de la vida es la fe. Cuando esta desaparece o se prostituye, como supuestamente sucede en todas las iglesias cristianas, salvo la ortodoxa, despuntan la locura y el mal.

Cristo, faro de la humanidad

Después de sus cinco años de trabajos forzados en Siberia por conspirar contra el zar y otros cinco como soldado raso, Dostoievski renovó y consolidó su fe. Su vocación literaria surge como una forma de hablar con Dios, no como una búsqueda de gloria mundana. Como apunta Nadezhda Gorodetski, sus novelas son “una confesión de fe”. Dostoievski supera las dudas gracias a las “pobres gentes”, a esas personas sencillas, humildes y menospreciadas que encarnan las grandes virtudes del pueblo ruso. Mientras cumple condena en Siberia, una niña huérfana se compadece de su aspecto miserable y le entrega las pocas monedas que lleva en el bolsillo. Lo hace “en nombre de Cristo”. No es un caso aislado. Un campesino llamado Marej también le socorre. No solo a él, sino también a otros deportados que luchan contra el hambre y el frío, sin otro horizonte que sobrevivir un día más. Para Dostoievski, las pobres gentes son una escuela de virtud, un camino de perfección. En ‘Los demonios’, el joven Shátov recrimina al misterioso y cínico Stavroguin su desorientación moral: “Ya no eres capaz de distinguir el bien del mal, porque has perdido el contacto con tu propia gente. […] Acércate a Dios a través del trabajo, del trabajo de un campesino. Ve y abandona todas tus riquezas”.

Dostoievski afirmaba que había descubierto a Dios gracias al pueblo. Cristo había vuelto a vivir en su interior cuando al fin logró dejar atrás su pasado como “liberal europeo”. En su caso, el problema del mal representó una poderosa objeción contra la fe. ¿Cómo aceptar que Dios consintiera el sufrimiento de los inocentes? El escritor comprendió que su dolor era una prolongación de la pasión de Cristo y que la responsabilidad de esa injusticia correspondía a los hombres. ¿Acaso Jesús no había pasado por la cruz ante los ojos del Padre, soportando toda clase de agravios? Es el mundo el que atormenta a los inocentes y solo cabe solidarizarse con ellos. Es indigno pedir cuentas a Dios por algo que hacemos nosotros. El cristianismo es una pedagogía de la vida que nos revela la santidad del pobre, el débil, el enfermo. Los parias y oprimidos son los preferidos de Dios. Entre otras cosas, porque mantienen un estrecho vínculo con la Madre Tierra. La mujer de Stavroguin, postrada por graves discapacidades, señala que la tierra es “un gran gozo para los hombres; y cada lamento y cada lágrima en esta tierra no es gozoso. Y todo será júbilo si riegas la tierra con tus lágrimas a un palmo de profundidad”.

Dostoievski

Para Dostoievski, el amor a los pobres y a la tierra, dos rasgos esenciales del cristianismo, es la llave de un orden social justo. La filosofía del XIX intenta derribar el ídolo cristiano, pero exalta otro ídolo: el superhombre. La glorificación de la fuerza y la salud  conduce a escenarios inhumanos, donde los débiles y enfermos son inmolados en nombre de la vida. “Los débiles y malogrados deben perecer –escribe Nietzsche en ‘El Anticristo’–; artículo primero de nuestro amor a los hombres. Y además se debe ayudarlos a perecer”. Dostoievski, que murió en San Petersburgo en 1881, pareció atisbar el porvenir de una Europa donde los nuevos ídolos inspirarán las matanzas más terribles de su historia. ‘Los demonios’ es el retrato más elocuente de ese nihilismo revolucionario que conducirá a Auschwitz y el Gulag.

Elogio de la humildad

Dostoievski se autorretrató en ‘Memorias del subsuelo’. Al igual que el protagonista, su alma era el campo de batalla entre el bien y el mal, los impulsos más elevados y una acusada tendencia a la ira y el resentimiento. No fue un hombre ejemplar, pero siempre creyó que Dios no le abandonaría. Pensaba que, gracias al sacrificio de Cristo, todos los hombres podían redimirse. Para lograrlo, solo hacía falta humillarse, admitiendo los pecados cometidos. La humillación podía confundirse con un gesto de debilidad, pero en realidad era fortaleza, determinación, libertad. Solo conoce la felicidad el que se desprende de todo, incluido su orgullo. En ese estado, el hombre queda cara a cara con Dios, participando en su alegría y sabiduría. La humillación no es autodegradación, sino emancipación de la tiranía del yo. El humilde no se siente esclavizado por los bienes materiales y no le cuesta compartir lo que tiene. Compartir es una forma de comunión: entregas una parte de ti y recibes una parte del otro. “Cada uno es realmente responsable ante todos, por todo y por todos”, afirma el hermano pequeño de Zósimo.

Dostoievski nos invita a regresar a los orígenes del cristianismo, cuando las primeras comunidades convivían fraternalmente y en paz, sin dejarse seducir por la ambición de poder o el anhelo de riqueza. Si queremos abandonar el subsuelo, debemos convertirnos en siervos de los otros, como Sonia, la joven prostituta que sigue a Raskólnikov a Siberia, inspirando su redención. La salvación del mundo no brotará de una idea, sino de un gesto de ternura. Esa es la gran lección de Dostoievski.