Desde ayer, 30 junio, al jueves, 3 de julio, Sevilla acoge la IV Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo de la Organización de Naciones Unidas (ONU). Un encuentro en el que se está volcando la Iglesia española, con mesas redondas y encuentros de oración organizados por la Conferencia Episcopal, el Arzobispado de Sevilla, la plataforma Enlázate por la Justicia (que integra a Cáritas, CONFER, Justicia y Paz, Manos Unidas y REDES), la delegación española del movimiento La Economía de Francisco y la Universidad Loyola.
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En este sentido, ayer se produjo un coloquio calificado de “histórico” por las entidades católicas españolas, pues fue la primera vez que figuró como ‘evento paralelo oficial’ en una cumbre de la ONU. Celebrado en la Facultad de Teología San Isidoro, se reflexionó en torno al epígrafe ‘Son personas, no números. Alivio y cancelación de la deuda externa y la financiación de una transición ecológica justa en el marco de los Objetivos de Desarrollo Sostenible’.
Personas, no números
Moderada por Marta Isabel González, responsable de Comunicación en Enlázate por la Justicia, ofrecieron su testimonio Eduardo Agosta, director del Departamento de Ecología Integral de la Conferencia Episcopal; María Luz Ortega, profesora de Organizaciones Económicas Internacionales en la Universidad Loyola de Sevilla; Agustín Domingo Moratalla, catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Valencia; Elena Pérez Lagüela, profesora de Economía en la Complutense.
Ortega definió como “inadmisibles” las “injusticias estructurales” que “limitan las perspectivas de desarrollo de muchas economías en desarrollo”. De hecho, “3.300 millones de personas viven en países en los que se debe invertir más en pagar la deuda que en su propia protección social”. De hecho, “el 94 % de las naciones con préstamos del Banco Mundial y el FMI han reducido las inversiones en educación pública y salud desde 2022”.
Por su parte, Domingo Moratalla apeló a la necesidad de “una ética global basada en la justicia, la dignidad y las relaciones solidarias”. Lo que se traduce en una “economía con alma” que, a su vez, desnude una falacia: “El sistema financiero no parte de una neutralidad moral”. Por eso, porque las instituciones y estructuras económicas están diseñadas para beneficiar a los países más ricos y rapiñar aún más a los ya empobrecidos, “la financiación debe tener rostro, ética y memoria histórica”.
Un orden internacional asimétrico
Pérez Lagüela, muy conocedora de la realidad de África, lamentó que “la magnitud de la deuda, su origen y sus consecuencias son el reflejo de un orden internacional asimétrico, del modelo de desarrollo que lo genera y de dinámicas de intercambio desigual a las que ha estado históricamente sometido el continente”. Un sistema “causado por la promoción de un patrón financiero extractivo que tiene su origen en las relaciones financieras establecidas entre las metrópolis y las colonias entre los siglos XIX y XX”, generando “desajustes estructurales” y perpetuando “las dinámicas de subordinación de las economías africanas”.
Finalmente, Agosta ahondó en “la deuda ecológica”, cuyo concepto “debe sacudir nuestras estructuras económicas y mentales”. Enmarcada junto a “la deuda financiera” (una “estructura de pecado” por la que “48 países en desarrollo destinan más recursos a pagar el servicio de la deuda que a garantizar derechos humanos básicos”), se produce por el hecho de que “los países más ricos son los responsables históricos de la inmensa mayoría de las emisiones de gases de efecto invernadero que han provocado la crisis climática”; de hecho, “el G20 es responsable de casi el 80% de las emisiones acumuladas. Mientras que en “los países más pobres” apenas “se llega al 4%”.
De un modo paralelo, “la prosperidad del Norte se ha construido, en gran medida, sobre la explotación intensiva de los recursos naturales (minerales, bosques, combustibles fósiles) de los países del Sur. Este modelo extractivista ha generado enormes beneficios económicos para unos pocos, mientras dejaba a las comunidades locales con la degradación ambiental, la contaminación y la pérdida de sus medios de vida”.
Una “profunda injusticia” que “se agudiza porque las consecuencias de la crisis climática, tales como sequías, inundaciones o pérdida de biodiversidad, impactan de forma desproporcionada y brutal precisamente en las poblaciones más vulnerables del Sur, aquellas que menos han contribuido a generarla”.