Hace más de 35 años, con un grupo de amigos organizamos la Fundación Amistad, Misericordia y Comprensión (AMICO), fundamentalmente con el propósito de estimularnos mutuamente a tratar de tener los mismos sentimientos inclusivos y las actitudes comprensivas de Jesús de Nazaret, testimoniados en los evangelios y demás escritos del Nuevo Testamento.
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En sintonía con ese objetivo, y sensibilizado particularmente por una ponencia acerca de la culpabilización de las víctimas con la que participé en el Simposio Internacional “Teología y VIH y sida” en Lima (Perú), se me ocurrió proponer una serie de 3 encuentros de reflexión y oración, en la ciudad de Buenos Aires, de octubre a diciembre de 2011. Mi intención era ofrecer un espacio eclesial de explícita inclusión para que algunas personas que, por diversas circunstancias de su propia historia, se hubieran sentido en algún momento excluidas de la comunidad, percibieran que la Iglesia seguía siendo su casa, la casa de todos.
Pensaba, sobre todo, en convocar a personas que por sus identidades, orientación sexual, opciones existenciales, ideas o convicciones, apariencias, edad, origen étnico o social, cultura, hábitos, trayectoria de vida, costumbres, enfermedades, ocupaciones u otras circunstancias no se sintieran totalmente incluidas en el Cuerpo de Cristo, aun conservando la fe y habiendo recibido algunos sacramentos. La imagen de un Jesús apenado y compadecido por las muchedumbres que andaban como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34) o que incluso no tenían qué comer (cf. Mc 8,2) acudía una y otra vez a mi mente y me parecía escuchar “los pequeños piden pan y nadie se los reparte” (Lam 4,4).
Miembros de la Iglesia
Muchos testimonios y confidencias de personas infectadas de VIH, de enfermos de Sida, de hermanas y hermanos estigmatizados por sus orientaciones o preferencias sexuales o que por diferentes situaciones se encontraban viviendo nuevas formas de convivencia familiar, y los padecimientos de sus familiares y amigos, me habían convencido de que el mayor dolor que sentían se debía a sentirse señaladas, juzgadas, marginadas, descalificadas, estigmatizadas, o incluso abandonadas por gran parte de la sociedad; pero, particularmente, por miembros de la Iglesia.
Confieso que no me aboqué de inmediato a este proyecto, y que más de una vez –como el falso profeta Jonás– intenté mirar para otro lado y embarcarme en otras cosas temiendo (¿quién dijo que yo he vencido el respeto humano y que no me importa el qué dirán?) que algunos que piensan que soy un relativista y que tengo “ideas raras” vieran con esto confirmadas sus ideas.
Pero mis resistencias terminaron derrumbándose mientras participaba de unas jornadas de estudios bíblicos en las que el especialista Padre Jean Louis Ska, S.J. justamente presentó el tema de Jonás. En una pausa para el café me acerqué y le desplegué al conferencista mi dilema, y él me contestó que creía que era una necesidad imperiosa llevar la buena noticia de Jesús a esas realidades humanas no nuevas, pero sí cada vez más evidentes.
Hablé al otro día con quién era mi párroco, el salesiano José Repovz (fallecido a los 59 años en 2014), y con otros sacerdotes y laicos que me alentaron y preparé un anuncio referente al tema (ver en adjunto) que envié por correo electrónico a los 6 Obispos auxiliares de Buenos Aires y por fax al teléfono que sabía estaba junto al escritorio del Arzobispo Bergoglio. Inmediatamente los 4 Obispos auxiliares encargados de vicarías zonales (Belgrano, Centro, Devoto y Flores) me escribieron apoyando el proyecto y hasta alguno me sugirió datos de personas a quienes les podría interesar participar; también me envió un correo la secretaria del Vicario General diciéndome que el tema había sido tratado por el Arzobispo y los Obispos auxiliares y que daban el visto bueno.
La llamada
Después de unos días, a eso de las 3 de la tarde suena el teléfono de mi escritorio y se da la conversación que reproduzco lo más fielmente posible:
- Sí.
- Con el Profesor García Helder, por favor (Enseguida reconocí la voz de quien me hablaba).
- Él habla.
- Habla el Padre Jorge Bergoglio, quería decirle que hemos recibido el anuncio de los Encuentros “Vengan a mí” que nos mandó y lo hemos conversado con los obispos de la ciudad en nuestro encuentro semanal y nos parece muy bien. Tengo entendido que desde la Vicaría General se lo iban a informar. Pero yo quería decirle que Vd. no tiene que pedir permiso para hacer estas cosas…
- Yo no pedí permiso, solamente les informé para que se enteraran de primera mano y no por otros…
- Eso me parece muy bien. Yo lo aliento y le aseguro que si veo o escucho algo que no me parece bien, Vd. será el primero en enterarse.
- Muchas gracias. Ya que Ud. me llamó le voy a pedirle un favor. Cuando le sea posible hágale saber al párroco de San Carlos, donde se harán estos encuentros, que Ud. está de acuerdo, para que se sienta respaldado.
- Rece por mí. (Y colgó).
A los 5 minutos de reloj, vuelve a sonar el teléfono:
- Sí.
- Che, me acaba de llamar el Cardenal. (No hizo falta saber quién llamaba, era mi párroco).
- ¿Y?
- Me dijo que te abra todas las puertas y ventanas de la Parroquia y te deje hacer todo lo que quieras… Y que si la Iglesia se llena de personas homosexuales y lesbianas[1] no me haga problema…
Los encuentros fueron publicitados por varios medios, hasta una colaboradora hizo unos volantes y los repartió entre las chicas de una “zona roja” de la ciudad. Las reuniones se realizaron de acuerdo a lo planificado. Vino bastante gente; pero ninguna (al menos es lo que yo percibí) de las personas en las que yo pensaba… Participó fundamentalmente gente de vida eclesial asidua: catequistas, ministros extraordinarios de la comunión, docentes, algunos jóvenes, 4 religiosas, 2 sacerdotes. Lo bueno fue percibir que el deseo de inclusión estaba más extendido y consolidado de lo que nos imaginábamos.
Puertas abiertas
Me confirmé al menos en dos cosas:
1) que tanto el Arzobispo como sus auxiliares querían construir una Iglesia de comunión, una casa de puertas cada vez más abiertas.
2) que yo sigo siendo un ingenuo incorregible… Si “el que se quema con leche, llora al ver una vaca”; no puedo pretender que por un avisito, por una invitación o por unas palabras alguien que ha sido herido, de alguna u otra forma, vuelva así como así, de buenas a primera, al lugar de donde se sintió excluido.
Si queremos incluir a los que se han sentido estigmatizados y marginados tendremos que ir a donde ellos están, pedirles perdón y hacernos cercanos a ejemplo de Jesús –solo por empatía sin segundas intenciones proselitistas–. Hemos sembrado muchos vientos…; no será fácil llegar a ser sacramento universal de salvación y de unidad para todos los seres humanos; habrá que tener paciencia hasta ser creíbles y poder transparentar en nuestra sociedad que somos el actual Cuerpo de Cristo que dice: “Ustedes juzgan según la carne; yo NO JUZGO NUNCA” (Jn 8,15).
Doy gracias a Dios por esta experiencia y por todo lo que el Papa Francisco hizo insistiendo con gestos y palabras que la Iglesia es casa y cosa de todos y que todos, todos, todos tienen lugar en ella.
[1] En realidad él usó otra palabra que para los porteños (habitantes de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires) no tiene el sabor estigmatizante que puede tener en otros lugares, por eso prefiero no ponerla.