Tribuna

Poesía y silencio

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Guillermo Sucre fue una de las grandes voces de la literatura venezolana y latinoamericana. Una obra poética y ensayística edificada sobre la base de un ethos fundado en la conciencia de la libertad. Una conciencia liberal no sujeta al escrutinio de una doctrina política, sino a la certeza de la posibilidad humana de elegir.



En un poema suyo llamado “Sino silencio”, aparecido en su libro En el verano cada palabra respira en el verano (1976), escribe: «la poesía no se hace en silencio / sino con silencio».

Sucre reconoce que existe un riquísimo entramado en el que se vinculan la poesía y el silencio. Nos recuerda que, de alguna manera, nos olvidamos que a la poesía debemos acercarnos para escuchar su silencio y no su palabra.

En ese silencio, donde el estremecimiento tejido por el asombro embriaga y nutre, se funda cierto desacuerdo con el mundo. Nos sentimos impulsados a fijar el oído a la consciencia para discernir qué nos separa de cuanto nos rodea, qué nos separa de lo que somos.

No se trata como pudiera suponerse de un esbozo de lógica de la nada, sino más bien, un estar atento, un escuchar con atención a partir de un humilde vaciamiento del yo, una disposición total que implica un vaciamiento de sí mismo para transformarnos en puerto de llegada del instante poético, es decir, la consciencia de la belleza.

Cielo Amanecer

Revelación poética

Aunque pueda sonar a contrasentido, el silencio sirve de escenario para la revelación de la poesía o experiencia poética que, desde el pensamiento de Octavio Paz, como la religiosa, es un salto moral: «un cambiar de naturaleza que es también un regresar a nuestra naturaleza original».

El silencio conduce hacia la revelación poética que nos permite experimentar lo poético como algo que hacemos y que nos hace. Volviendo a Octavio Paz que, a su vez, juega con las palabras de Novalis: «el poema no hace, pero hace que se pueda hacer».

El silencio, también en la poesía, es el instante de la atención. La atención que, a partir de la experiencia de Simone Weil, es la posibilidad de suspender nuestro pensamiento discursivo, de salir de nuestros bucles narrativos.

La atención transforma a la revelación poética en un abrirse completamente a la realidad, que quiebra la sobrepresencia del yo para convertirlo en una receptividad absoluta del mundo. La atención que surge del silencio convierte a la palabra literaria en una espina en el corazón que, como observa Francisco, mueve al hombre a la contemplación poniéndolo en camino.

La apertura poética arroja al hombre a la otra orilla para que viva la experiencia de ser ojo que mira y sueña, pero además, un ojo que escucha. El silencio que nos habita y que nos permite vivir la revelación poética estimula nuestro espíritu para confrontar, desde la belleza, la mentalidad del cálculo y de la uniformidad.

Vivir poéticamente

Armando Rojas Guardia, otro de los poetas capitales de Venezuela, que aprendió a amar la terquedad sombría de la palabra, comprendió muy bien que vivir poéticamente es vivir desde la atención, es decir, de la comprensión de la realidad que brinda el silencio.

Un silencio que, a partir de la atención, constituye al hombre en un sólido bloque sensorial, psíquico y espiritual ante toda la dinámica existencial de la vida, «ante la sinfonía de detalles cotidianos en los que esa expresividad se concreta». Ese silencio que sostiene la atención contribuye a que toda la vida quepa en un momento, condensado en verbo, convertido en nuestra carne, alimentado con nuestra sangre, llevado al éxtasis.

Así lo intuyó Karol Wojtyla cuando se aventuraba al ejercicio de la palabra poética que brotaba de su corazón silencioso. Experiencia que lo ubicó detrás del lenguaje, allí donde se abre un abismo, donde se paga con todo nuestro ser la libertad de persona cabal, puesto que, «pagando siempre, llegas a poseerte de nuevo; y a esto hay que llamarlo libertad». Y es que, pagando siempre, es como entramos en la historia y trascendemos todas sus épocas.

Una trascendencia que bebe en silencio del misterio que, a su vez, alimenta la dimensión simbólica de nuestra conciencia permitiéndonos comprender nuestra vida y la de los otros como una obra de arte. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor del Colegio Mater Salvatoris. Maracaibo – Venezuela