Tribuna

Nadie gana la vida sin perder un set

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El domingo pasado, bastantes cristianos nos pasamos a la misa vespertina, renunciamos al aperitivo con los nuestros y retrasamos la comida por un partido de tenis incrustado en horario infantil. Esas atípicas citas con el televisor que huelen a Juegos Olímpicos, a noches en vela y a mundiales en países remotos. Probablemente, esa final del Open de Australia era el turno de los bárbaros que vibramos con el deporte, de los irracionales que se emocionan por ver ganar a un paisano o de los superficiales que creemos que el heroísmo, el espíritu competitivo y el coraje todavía son belleza y, por cierto, un gran valor.



Y ahí estaba Nadal, en su séptima vida, para darnos otra lección a creyentes y no creyentes. Los feligreses de este domingo por la mañana escuchábamos otra cosa bien distinta y, por supuesto, nada de covid, política o la última polémica de Eurovisión. Una “prédica” de cómo abordar la vida. Como si fuera un partido, tan simple y a la vez tan complicado.

En forma de bola envenenada

La misma vida que te viene en forma de bola envenenada o de resbalón, con efecto y sin efecto. La misma vida que, sin saber muy bien cómo, unas veces se te va la grada, otras te salva un fallo ajeno y otras te quedas corto por pasarte de listo. En ocasiones silbado y en otras aplaudido, siempre a expensas de un público caprichoso que no sabe si viene o si va. Y es que ninguno gana la final sin perder un set, y ni tan siquiera un juego. La misma vida que te hace aguantar pase lo que pase y la misma vida que te obliga aceptar las normas aunque no te gusten –y, si no, que se lo digan a Djokovic–. La vida en forma de partido. Así, a lo bruto.

Pero los bárbaros que vibramos con el deporte y que perdemos los nervios cuando nuestro equipo falla una ocasión también sabemos que el deporte es para muchos una nueva religión, con sus ritos, sus mediaciones y con cientos de ídolos por doquier. Como se hacía en el Coliseo, como se hacía en las justas medievales y como se hace en las plazas de toros, porque hay algo en el ser humano que necesita esta mística del peligro y de la emoción, y donde la vida y la muerte dependen de que la diosa fortuna se encapriche de un par de milímetros. Bien lo describió Woody Allen en ‘Match Point’.

Rafael Nadal

Grandeza y la finitud del deporte

Y quizás la clave para reconocer la idolatría es aceptar la grandeza y la finitud del deporte. Sin embargo, en esta vorágine de pasión, sudor y belleza, Rafa no se ha conformado con ser otro gladiador más, y menos otro personaje del Museo de Cera. Ha sabido durante estos años mostrar su caballerosidad fuera del campo de batalla.

Y eso es lo que le ha hecho grande entre los grandes. Siempre desde el sentido común que se centra en lo importante, siempre desde la humildad del que sabe que solo sabe de tenis y del que no le importa mancharse de barro para ayudar a sus vecinos. Un referente en un mundo donde ya no quedan referentes.

Hasta el final

En un tiempo en el que la vulnerabilidad deja de ser tabú y algunos hacen de la fragilidad una bandera, Nadal nos ha demostrado que se puede dar el máximo en el campo de juego y en la vida pública más allá de las lesiones y del dolor. Un bárbaro convertido en caballero. Y es que la vida no va de ser perfecto ni de ganar todos los sets; esa es una falacia que nos vendieron. Se trata de reconocer lo que uno tiene –con lo bueno y con lo malo– e ir hasta el final. Siempre a más.

Nadal no ganó ni por juventud, ni por salud, ni por técnica, pese a que todavía tiene algo que decir. Nadal ganó porque no dejó de creer. Y Nadal ganó porque, detrás de cada revés, hay miles de horas de trabajo y de sacrificio y porque se sabe poca cosa, siendo sencillamente esto lo que le hace aún más grande.

Quizás, la pregunta que nos queda a los fieles después del sermón de este bonito domingo por la mañana es la siguiente: ¿cómo entrenamos cada uno para el partido de la vida?