Sin querer incurrir en especulaciones improcedentes que en circunstancias como esta no faltan, parece claro que la pronta elección del cardenal agustino Robert Prevost como obispo de Roma ha debido ser necesariamente por una confluencia relativamente fácil de las diversas mentalidades o deseos del cónclave en torno a su figura. Y esta confluencia se ha debido dar necesariamente merced a la riqueza de aspectos de Prevost que ha permitido atraer hacia sí a unos y a otros, tanto como para una mayoría absoluta en la cuarta votación.
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Quienes desde las “periferias” no deseaban retroceso alguno en el firme compromiso con los más pobres y vulnerables; los que desde muchos entornos eran convenidos partidarios de la eclesiología de la sinodalidad impulsada por Francisco; aquellos que valoraban mucho la trayectoria pastoral, y más si era en la vanguardia misionera; los que no ignoraban la importancia de la Curia, ‘semper reformanda’, en el gobierno de la Iglesia y apreciaban alguna experiencia curial; los que deseaban un papa con fuerte preparación doctrinal que con claridad confirmara al Pueblo de Dios en la fe; quienes apreciaban una buena experiencia de gobierno; los que deseaban, y serían muchos, un perfil dialogante, sencillo, afable, que desprendiera aire evangélico, pudieron reconocer en el cardenal Prevost la presencia luminosa de esa faceta especialmente buscada, reconociendo en él, al mismo tiempo, otras como los mencionadas, no desdeñables obviamente, que enriquecían su figura y le hacían merecedor de su confianza.
Con esta dinámica, han podido contribuir en la elección del papa actual otros factores, como el hecho de ser bien conocido en muchos entornos, tanto en América del Norte y del Sur, pero en general por parte de todos los cardenales, dada su labor en el Dicasterio para los Obispos. Que no pareciera mal un papa norteamericano pudo tener su peso.
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