Tribuna

León XIV: normal, equilibrado y acogedor

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En todo el mundo se viven con alegría y entusiasmo los momentos que siguen a una fumata blanca en la espera trepidante del anuncio de quién será el papa que acaba ser elegido y del nombre con el que lo conoceremos tanto nosotros como la historia de la Iglesia y del mundo.



Obviamente yo estaba entre quienes esperaban con impaciencia. Pero debo decir que este cónclave era bastante especial para mí, ya que por diversos motivos había podido conocer –y a veces desde mi juventud y con profundidad– a un buen número de los purpurados que componían esa singular asamblea.

Cuando el cardenal proto-diácono, Dominique Mamberti –mi compañero de curso en la Pontificia Academia Ecclesiástica–, anunció que el nuevo Pontífice se llamaba Robertum Franciscum ya comprendí que se trataba de aquel con quien había compartido los bancos de la Universidad de Santo Tomás de Roma, Angelicum, en la licenciatura en Derecho.

Es difícil describir la intensidad, tanto de la emoción que se prueba en esos momentos, como de la oración por él, que acababa de aceptar una cruz de un peso impresionante, que definitivamente le cambiaba la vida.

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Se me saltaron las lágrimas al ver vestido de blanco a León XIV, al recordar a aquel joven americano que quería ser misionero y al comprender que sigue siendo la misma persona, lleno de normalidad, de equilibrio, de serenidad y de sentido común. Un hombre de una fe sólida, recia, que se ha ido transformando en entrega generosa allí donde la Iglesia le ha pedido que sirviera.

El mismo Bob de siempre

La relación de confianza instaurada en aquellas aulas se ha mantenido, gracias a Dios, a lo largo de más de 40 años. Yo fui destinado a Liberia (África) y él a la misión de Chulucanas, en Perú. Después, en sus años como superior general de la Orden de San Agustín –cargo para el que fue elegido cuando era jovencísimo– nos volvimos a encontrar en Roma, en Panamá y en Madrid, disfrutando de la alegría de una bella amistad pero, sobre todo, viendo que seguía siendo el mismo Bob de siempre.

El proyecto de poder tomar algunos días de descanso juntos, que él esperaba al final de su servicio de superior general– se frustró cuando le encargaron la formación de los jóvenes agustinos, como maestro de novicios, en Chicago. De allá lo sacó el papa Francisco, a quien conocía bien de Buenos Aires y con quien coincidió en Roma al inicio de su pontificado, que eran los meses finales del generalato del P. Prevost, cuando le nombró obispo a Chiclayo (Perú), una zona no fácil de pastorear precisamente.

Nos volvimos a encontrar en Roma cuando coincidieron nuestras respectivas visitas a la Curia romana, anual para mí y a veces más frecuente para él para referir al papa Francisco sobre cuestiones delicadas que le estaba encomendando.

(…)

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