Tribuna

La parábola de las diez vírgenes: la espera y la libertad

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Confieso que de niña cuando escuché esta parábola me quedé perpleja, un poco como con el cuento de la cigarra y la hormiga. Pero luego me di cuenta de que aquí son precisamente los que celebran la vida los que entran al banquete, y que nadie puede celebrarla por otro.



Porque la prudencia no consiste en ir a lo seguro, sino en ver mucho más allá de la pequeña urgencia o esfuerzo del momento, y llegar siempre más allá de la propia vida. Siguiendo un sueño, una visión, una invitación que viene de fuera de nosotros y que acogemos con entusiasmo. “Como no sé cuándo llegará el amanecer, dejo todas las puertas abiertas”, escribe Emily Dickinson.

“Sabio” tiene dos raíces latinas: una es la misma que la de la palabra sapidus (que tiene sabor, que no es insípido) de la que también deriva “sabiduría”. Y el otro es el exagium que tiene que ver con probar, evaluar y discernir. Los sabios son aquellos que no dejan que la vida se les escape, sino que la saborean, toman la iniciativa y se arriesgan. En cambio, el necio se queda quieto, no actúa, no se pone en marcha. Tal vez se pone “a salvo”, pero al final se da cuenta de que realmente no ha vivido.

Poner en movimiento

Porque la vida se construye día a día, respondiendo a sus provocaciones, a sus solicitudes a lo impredecible que siempre nos descoloca y nos vuelve a poner en movimiento. Como respondemos nos ayuda a formarnos, a convertirnos en quienes somos. Por eso, no se puede vivir la vida de los demás, responder en su lugar.

Y no hay vuelta atrás cuando nos damos cuenta de que tal vez deberíamos haber vivido de otra manera. La fiesta nupcial está hecha para nosotros, es la celebración de la belleza de la fraternidad y la filiación, de la abundancia y la plenitud, donde todos serán reconocidos por lo que son, porque llevarán el vestido tejido con la vida, que es la forma que han tomado con el tiempo.

Caminar en la luz en medio de las tinieblas es posible, porque el aceite que alumbra nuestra vida está siempre disponible para nosotros: basta con quererlo y buscarlo. Incluso con lo que puede contener el pequeño vaso de nuestro ego se puede salir adelante. Somos pequeños, no muy capaces, pero lo poco que tenemos, si somos capaces de empeñarnos, puede ser suficiente.

Y luego se debe aprender el arte de esperar.

Porque no sabemos el día ni la hora. Y ningún algoritmo puede predecirlo con suficiente aproximación. Admitir no saber es casi mortificante en la era del hipercontrol, pero visto desde una perspectiva diferente es liberador. Precisamente porque no sabemos, nos toca a nosotros dar sentido a la espera y prepararnos para gozar plenamente la belleza del encuentro y de la fiesta.

Sueño y muerte, vigilia y vida: la ecuación no es tan clara. Creemos que estamos despiertos, pero en realidad estamos muchas veces apagados. A veces somos como muertos vivientes. Incapaces de desear la vida, de dejarnos llevar por su fuerza, de poner de nuestra parte. Ya estamos muertos antes de morir, y cuando llegue nuestro momento, no podremos volver atrás.

Esperar es vida, escribía Víctor Hugo. “Velar”, por tanto, es más que una recomendación para no dormirse. Es una invitación a vivir, a mantener los ojos y el corazón abiertos, a dejarse sorprender, a saber leer las señales que se presentarán. Velar es una condición de la atención y también del cuidado: dedicarse porque uno está convencido de que vale la pena.

La fiesta de la vida

No es por miedo que tenemos que esperar al novio, sino para no perdernos la boda. Para saborear el excedente de agua que se convierte en vino exquisito, como en las bodas de Caná. El banquete nupcial es el símbolo de una convivencia gozosa y alegre; de una plenitud que se realiza y de la que solo se puede participar si realmente se desea. Todos estamos invitados.

Depende de nosotros aceptar la invitación y prepararnos para ella, viviendo a lo grande. Solo aquellos que realmente han vivido, con sus limitaciones y carencias, pueden formar parte de la fiesta. Que no es un premio en el más allá, sino el cumplimiento de lo que ya hemos aprendido a saborear. “A quien no haya encontrado el cielo aquí abajo, le faltará allá arriba”, escribe Emily Dickinson.

“Velad” después de todo, es un llamamiento a nuestra libertad. Si la invitación nos interesa, nos mantendremos despiertos y haremos de la noche un kairós hacia el encuentro que da sentido y belleza a nuestras vidas, una belleza que nunca podríamos lograr por nosotros mismos. Si nos quedamos dormidos, si nos dejamos aturdir o seducir por otras llamadas, solo podremos culparnos por no participar en la fiesta de la vida, que fue preparada especialmente para cada uno de nosotros.

 

Entonces se parecerá el reino de los cielos a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes. Las necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!”. Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: “Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas”. Pero las prudentes contestaron: “Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis”. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo: “Señor, señor, ábrenos”. Pero él respondió: “En verdad os digo que no os conozco”. Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora».

Mateo 25, 1-13

*Artículo original publicado en el número de junio de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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