Tribuna

La Madre Félix y el camino del corazón

Compartir

El sociólogo polaco Zygmunt Bauman acuñó un concepto que impactó en el mundo del pensamiento contemporáneo. Mundo líquido es ese término y es empleado para describir la sociedad actual, caracterizada por ser volátil, fluida y carecer de valores sólidos. Un mundo que ha crecido fragmentando la identidad, con sobredosis de información sin filtrar, a los pies de una economía del exceso y los desechos, con profunda erosión en la credibilidad de los modelos educativos, desconfiando compromiso mutuo, aupando las relaciones interpersonales fugaces. Un mundo donde el hombre parece haber perdido su centro, totalmente trastornado, dividido, como señala el Papa Francisco: “privado de un principio interior que genere unidad y armonía en su ser y en su obrar”.



Por ello, nos pide Francisco volver al corazón para restablecer las posibilidades del encuentro con nosotros mismos, con el otro, pero sobre todo con Dios. Volver al corazón implica transitar un camino, el camino del corazón. La vida de la Madre Félix, peregrina de ese camino, es un ejemplo, un modelo, una voz a la que podemos acudir para retomar el rumbo hacia ese sitio interior donde se iluminan los misterios de la vida.

La suprema libertad del amor

El camino que nos conduce al corazón nos llama a vivir la indiferencia como punto transformador de nuestros pensamientos y sentimientos para que, como comprende la Madre Félix: todo, absolutamente todo, nos resulte indiferente produciendo con ello una certeza, un convencimiento, de que cuanto nos suceda será una ofrenda a la mayor gloria de Dios. Una indiferencia que transforme nuestra vida en una profunda declaración de amor que nos llene de paz, de seguridad, de decisión. Por supuesto, la indiferencia de la que habla la Madre no es otra que la ignaciana que reconoce como la suprema libertad del amor.

Indiferencia que es «querer ahora y aquí aquello que Dios quiere de mí en concreto; quererlo con amor, desearlo con más amor, abrazarlo con mucho más amor». Esta suprema libertad del amor que se forja desde la indiferencia ignaciana conduce al despertar de la conciencia desde el ardor del amor de Jesús que es, como lo reconoció Santa Margarita Alacoque, un horno encendido. Un ardor que no quema, pero punza para hacernos sentir el corazón de la existencia llenándonos de consuelo y esperanza. Un ardor que nos enseña, como aprendió la Madre Félix, que no vale la pena poner nuestro corazón en lo efímero.

Camino Otono

Un camino para alcanzar el amor

Escribió Santa Teresa de Jesús en sus Moradas que «para aprovechar mucho en este camino y subir a las moradas que deseamos, no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; y así lo que más os despertare a amar, eso haced». Amar mucho, quizás en estas dos palabras se pueda resumir con justicia la vida de la Madre Félix. Cuando uno ve su obra viva, ardiendo de vida, se cae fácilmente en la cuenta de que vivió en un continuo desborde de amor, como ella mismo lo admitió: «amar es mi ocupación». Un amor que resultaba de la contemplación del infinito amor de Dios hacia ella. No solo de la contemplación, sino de su aceptación. Aceptar el amor de Dios es aceptarlo todo, sin pedir nada, ya que todo nos habla del amor de Dios.

Nuestro amor al Señor, como el de Pedro, no puede quedarse solo en afecto, en cariño hacia Él, debe extenderse a las personas que Dios ha puesto en nuestro camino. El amor de Dios nos conduce a un estado de apertura permanente hacia el otro. Ese amor es el que conduce a la Madre Félix a comprenderse desde el misterio de la Trinidad que invita a enamorar al mundo para orientarlo hacia una nueva integridad y armonía capaces de hacer crecer al mundo llenándolo de una nueva belleza. Esta fue su misión que consolidó con los sentimientos del Corazón de Cristo, que sintió con hondura y que se perciben en su obra aquí, ahora y siempre. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor del Colegio Mater Salvatoris. Maracaibo – Venezuela