Tribuna

Dar al mundo (no solo hijos)

Compartir

No somos individuos, pero nos identificamos, escribía Jung, y es un viaje que dura toda la vida. Y siempre es un camino relacional: las relaciones no son nuestro “producto”, sino la condición de nuestro propio ser.

Lo llamo la “paradoja del ombligo”: el centro de nosotros mismos, el centro de gravedad de nuestro equilibrio no es el punto de máxima autorreferencia, sino un “agujero” que muestra una falta, que se refiere a los demás. Antes de ser individuos, fuimos pensados, acogidos, arrullados, alimentados por aquellos que respiraron y comieron por nosotros. El vínculo precede, establece y hace posible nuestra individualidad.



Para mí, la maternidad es una experiencia fundamental original: no todos somos madres, pero todos venimos de una madre. Hemos sido traídos al mundo y, por lo tanto, podemos traer al mundo. Nacimos para comenzar, como escribió Hannah Arendt: y es el sentido más profundo de libertad. Y no se trata solo de dar a luz niños. El vínculo entre generaciones es tan importante como subestimado, y es parte de esa idea de sostenibilidad integral sin la cual es difícil pensar en un futuro humano.

El código materno, en su tensión vital entre comunión íntima y distinción, entre compartir total –de sangre y fluidos– no obstante renuncia a la posesión, es ejemplar en su capacidad para abrir una forma más humana de habitar el mundo. Cuando trata de definir qué es la responsabilidad, el filósofo Emmanuel Lévinas propone precisamente la imagen de “traer al otro”: la maternidad como figura concreta de la ética. El cuerpo de la mujer como primer ambiente del ser humano, un lugar de hospitalidad física y psíquica. Templo de la vida floreciente, escena inaugural de una nueva humanidad.

Experiencia vertiginosa

Convertirse en madre es una experiencia vertiginosa. Una mezcla única de exaltación (¡la vida me ha elegido para propagarse!) y temor (¿estará todo bien? ¿estaré a la altura?), de poder (¡soy el cofre de la vida!) e impotencia (lo que sucederá dependerá solo en pequeñísima parte de mí). Verdad paradójica, coexistencia de los opuestos, más allá de todo dualismo abstracto. La concreción de la vida que se manifiesta en toda su fuerza rebelde.

El momento del parto es un milagro tan portentoso que he querido repetirlo más de una vez. Para mí ha sido quizá el punto de máxima intensidad existencial, donde cada célula de mi cuerpo, cada pensamiento de mi mente, cada deseo de mi corazón estaban concentrados en ese único punto, que no era yo. La paradoja de la vida, del encontrarla aceptando no tenerla y no controlarla. Para mí, el paradigma de cualquier otra relación: hacer sitio al otro y dejarse transformar por ese encuentro, de ese “inicio vivo” (Guardini).

Se recibe a sí mismo de otros, como don inesperado. Olvidándonos de buscarnos, podemos encontrarnos realmente.

Mis hijos me trajeron al mundo. Tanto mis cinco hijos biológicos como los que pasaron unos años de sus vidas con nosotros, y los dos –de dos continentes diferentes– que se han convertido en una parte estable de la familia. “No es la carne y la sangre, sino el corazón lo que nos hace padres e hijos”, escribió Friedrich Schiller. ‘Jus cordis’: Lo digo por experiencia, una experiencia extraordinaria.

Quien soy hoy lo debo mucho a ellos, a lo que he aprendido con ellos. Sobre mí, sobre el mundo, sobre lo que es realmente importante, sobre el sentido de la vida. Sobre la paciencia, sobre el tratar de no confundir las esperanzas que crean con las expectativas que enjaulan. Sobre el ser misericordioso con los fracasos propios y ajenos, que siempre pueden convertirse en algo inesperado y hermoso.

Ser madre reorienta las prioridades y ayuda a deshacerse de tanto lastre superfluo, descubriendo de repente la ineficacia. Reduce el riesgo de “tropezar en uno mismo, enredarse en nuestra sombra”, como escribió María Zambrano. Regala una libertad y una ligereza desconocidas antes. No es un razonamiento, una evaluación, un juicio moral. Simplemente, se ven las cosas de manera diferente.

Un paso que libera, y que también regenera el vínculo conyugal, provocándolo y manteniéndolo vivo.

Generatividad social

Para nosotros, que somos sociólogos, nos ayudó a imaginar una salida de los cardúmenes del individualismo. Un camino que no es un modelo abstracto, sino que está enraizado en la experiencia de todos. Lo hemos llamado, a raíz de otros pensadores anteriores, “generatividad social”. Es una forma personal y colectiva de pensar y actuar que muestra la posibilidad de un tipo de acción orientada a los demás, creativa, conectiva, productiva y responsable, capaz de afectar positivamente las formas de producción, innovación, vida, cuidado, organización, inversión, dando nueva vida.

Es un dinamismo que vivifica y renueva continuamente las formas sociales, evitando el estancamiento y las derivas totalizantes. Es un camino continuo, uno de traer al mundo (¡no solo hijos!), comenzar y luego cuidar, para que lo que hemos traído al mundo o ayudado a renacer pueda florecer; y al final dejarlo ir, porque el punto más alto del amor y la vida es renunciar a la posesión y el control y confiar en la capacidad del otro para ser generativo a su vez.

Lo que está vivo da fruto. Y “donde se crea una obra, donde se continúa un sueño, se planta un árbol, se da a luz un niño, allí obra la vida y se ha abierto una brecha en la oscuridad del tiempo” (Herman Hesse).

Suplemento completo Donne Chiesa Mondo (PDF)

Lea más: