¿Virtual o presencial? Un falso dilema


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Los tiempos que vivimos permiten descubrir la inagotable capacidad de comunicación que nos caracteriza a los humanos y la necesidad imperiosa que tenemos de comunicarnos. Desde los primeros instantes de nuestras vidas necesitamos comunicarnos con la misma urgencia que necesitamos el aire. A través de la comunicación con los demás vamos construyendo nuestra propia identidad. Desde el pequeño que pide y exige el contacto cálido con el cuerpo de su madre hasta el anciano que en la enfermedad precisa de una mano que lo acompañe, toda nuestra existencia transcurre procurando establecer alguna forma de comunicación.



Quienes se retiran a una vida solitaria y se apartan de cualquier vínculo humano, (monjes o ermitaños), también intentan decir algo y con esa distancia establecen una forma de comunicación con aquellos de quienes se alejan. En algunas ocasiones, cuando la comunicación es imposible o muy difícil, nos encontramos ante casos que calificamos de patológicos y que adjudicamos a enfermedades mentales o de otro tipo. La persona así aislada se convierte en un misterio inaccesible y de diferentes maneras intentamos establecer una comunicación con ella, una comunicación con ese interior que suponemos atrapado, encerrado, lejano. Nos inquieta y apremia la sensación de no saber nada de lo que ocurre en su interior.

Además de esa necesidad de comunicación propia del ser humano, sorprende también la infinidad de recursos que utilizamos los hombres y las mujeres para lograr salir de nosotros mismos y poder establecer alguna forma de proximidad con nuestros semejantes. Desde algunas pinturas encontradas en cuevas, que los expertos sitúan en la prehistoria, hasta las comunicaciones establecidas entre científicos que logran fotografiar y filmar la superficie del planeta Marte, la vida de la humanidad es la historia de la comunicación humana.

Utilizamos pinturas, música, señales de humo, miradas, gestos, whatsapp o novelas; utilizamos todo lo que está a nuestro alcance para lograr recorrer ese camino que va desde nuestro corazón o cerebro hasta otros corazones o cerebros, desde nuestro interior hacia el interior de los demás. Lo hacemos como un niño dibuja para su madre o como Miguel Ángel pinta en la Capilla Sixtina, poco importa, lo que importa es que lo hacemos, necesitamos hacerlo.

¿Virtual o presencial?

Últimamente nuevos términos han aparecido en el horizonte de la comunicación y nos entretenemos discutiendo sobre las ventajas y las desventajas de las comunicaciones virtuales o presenciales. ¿No nos detenemos en cuestiones obvias cuando decimos que no es lo mismo la una que la otra, que la única comunicación es la presencial, pretendiendo así descalificar “la virtualidad” y con ella todas las nuevas formas de comunicación? En algunos casos se puede adivinar un cierto temor, incluso pánico, ante estos nuevos caminos que abren las posibilidades de nuevas formas de encuentro. Se enfrentan “lo virtual” y “lo presencial” como si se trataran de dos equipos de futbol en la final de un mundial. ¿Por qué tanto temor a “lo virtual”?

Nos cuesta aceptar que la comunicación a través de los dispositivos tecnológicos que han inundado nuestras vidas implica además de una nueva forma de transmitir datos también nuevas formas de estar presentes. Cuando rechazo la invitación a un zoom “me ausento” y esa ausencia significa algo; cuando contesto un mensaje “me hago presente” y no responder implica “una ausencia”. Planteamos un falso dilema en la alternativa “virtual o presencial”, lo que realmente ocurre es que los nuevos instrumentos ofrecen nuevas formas de presencialidad. Probablemente sea esto lo que nos inquieta: que en la actualidad las formas de “hacernos presentes” o de “ausentarnos” se han ampliado de una manera desafiante. Quizás nos cuesta aceptar la imposibilidad de “ausentarnos”, (¿de “escondernos”?), porque “estar presentes” implica un compromiso cualquiera sea la forma de esa presencia.

Desde el punto de vista cristiano el desafío de “lo virtual” aumenta notablemente porque estas nuevas formas de presencia implican nuevas formas de “hacernos prójimos”. Aparecen nuevos heridos tirados en los caminos que exigen nuevos samaritanos. La descalificación de “la virtualidad” en la que fácilmente caemos los hombres y las mujeres de la Iglesia ¿no esconde una excusa como la del sacerdote o la del levita que “siguieron su camino”, que no quisieron conmoverse, que no quisieron comunicarse? Las actuales tecnologías ¿no ponen de manifiesto que padecemos una notable dificultad para una comunicación sana, libre, espontánea y a la vez profunda?

El verdadero desafío quizás consista en huir de falsos dilemas y descubrir que aprender a utilizar los nuevos dispositivos consiste en primer lugar en dejarnos interpelar por ellos; aceptar que en las preguntas y los desafíos que nos plantean se esconde una enorme riqueza. Allí también aprendemos a dar forma a nuestra propia identidad.