El año pasado tuve la oportunidad de visitar Londres, Inglaterra, y me recomendaron unos amigos, de manera insistente, que no dejara de conocer el Mercato Mayfair, conocido por sus restaurantes. ¿Ofrecían viandas exquisitas o vinos refinados? ¿Los precios eran accesibles para turistas? No. Su atractivo consistía en que anteriormente era el templo católico de San Marcos, desacralizado en 1974 y abandonado durante 30 años, hasta que fue reconvertido en esa plaza comercial.
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No es el primer recinto religioso que adquiere ese giro. Están The Church, en Dublín, Irlanda; Altar, en Ámsterdam, Países Bajos; Grace Cathedral, en San Francisco, Estados Unidos; La Capilla, en León, México; Cloister Cafe, en New York, Estados Unidos; y la Santissima Pizza, en Napoli, Italia, entre otros.
¿Qué tienen en común estos sitios?: vitrales, órganos musicales, techos abovedados, pinturas, columnas y altares originales, lo que exige su preservación histórica. Y es que de ser edificios abandonados, a ofrecer alimentos y bebidas espirituosas, mejor esta propuesta. Además, el ambiente cargado de espiritualidad que brota de sus paredes, crea una atmósfera de recogimiento y tranquilidad para la ingesta de libaciones y una amena conversación.
Obvio. Estas estancias han sufrido adaptaciones funcionales, respetando la arquitectura original, pero enriqueciéndose con mobiliario, iluminación, clima artificial y todo el instrumental necesario para preparar platillos gourmet.
Hay quien califica a este fenómeno mobiliario como una clara manifestación del declive que está sufriendo la Iglesia Católica en los últimos tiempos, del secularismo rampante, sobre todo en Europa: si los fieles ya no asisten al culto litúrgico, si no frecuentan los salones parroquiales para su formación doctrinal, si ni siquiera los jóvenes aprovechan sus instalaciones deportivas, no tiene caso mantener ‘elefantes blancos’ que se deterioran día con día. Además, la pandemia nos acostumbró a las ‘telemisas’, y los escándalos de los jerarcas colaboraron al alejamiento de la feligresía.
Y sí. El descenso de la presencia física en estos espacios sagrados obedece a tales causas, entre otras muchas y muy variadas, pero también es necesario recordar lo que escribí hace tres años (en ¿Tiene futuro la Iglesia Católica? Su actuación ante la situación actual, PPC, Madrid, p. 104): “… el pensamiento veterotestamentario siempre fue muy claro en la necesidad de relativizar al templo como lugar principal para el encuentro con Dios. Y creo que la pandemia nos ha enseñado que los hogares de los fieles, y no únicamente los templos, pueden ser lugares privilegiados para el encuentro con Dios“.
No nos rasguemos las vestiduras, y ojalá tratemos a los demás como los templos vivos que son. Y si, por casualidad, podemos conocer alguno de esos sitios, disfrutemos de un panini y una copa de vino, imaginando las celebraciones litúrgicas que ya no se llevan a cabo, pero que han dado lugar a nuevos rituales gastronómicos y etílicos.
Pro-vocación
La Iglesia Católica es santa y pecadora. Sus errores, en especial los más recientes, deben ser reconocidos y reparados, en la medida de lo posible, pero me alegra constatar uno de sus aciertos. Aunque ya lo practica de tiempo atrás –en mi Arquidiócesis de Monterrey tenemos cuatro albergues-, la Dimensión Pastoral de Movilidad Humana, de la Conferencia Episcopal Mexicana, ha anunciado que ofrecerá una cálida recepción a los migrantes que sean deportados de los Estados Unidos, a causa de las nuevas políticas de Donald Trump. Bien por estos esfuerzos.